#31enerotercios

Los #tercios españoles fueron el primer ejército moderno europeo.

Esto es,un ejército de voluntarios profesionales, en lugar de levas o mercenarios como otros países europeos.
Fueron creados oficialmente por Carlos I.

He aquí, alguna de las frases, que se utilizaban en aquella época.

Chaquetero:Tercios Españoles.

Se designa hoy chaquetero a aquel que «cambia de bando o partido». el origen del término popular está en la reforma luterana, cuando los partidarios de cada tendencia se distinguían de los demás por el color de sus chaquetas.

Algunos optaban por darle la vuelta a esta prenda para mostrar su forro, el cual solía ser distinto, de forma que se amoldaba a las circunstancias según les apetecía.

Máximo González – Palacios Franco.

El Contraataque Español.

Diego Maria de Gardoqui y Arriquibar.

(Bilbao, 12 de noviembre de 1735 – Turín, 12 de noviembre de 1798) fue un comerciante, político, diplomático y financiero español, primer Embajador de España en los Estados Unidos (1784-89).

Secretario del Consejo de Estado de S.M. don Carlos IV y Superintendente General interino de la Real Hacienda, por enfermedad de Don Pedro López de Lerena, Conde de Lerena (1791), y titular a la muerte de éste (1792-96), y caballero gran cruz de la Orden de Carlos III.

Con 14 años, fue enviado a estudiar a Londres, de donde volvió con un perfecto dominio del inglés, circunstancia que, una vez instalado en la corte de Carlos III, determinó su participación, primero como traductor y luego como representante directo del Rey, en las reuniones secretas de apoyo a los independentistas norteamericanos, durante la guerra que enfrentó a estos con Gran Bretaña, su antigua metrópoli.

A través de la casa Joseph de Gardoqui e hijo, España envió a los EE.UU. 120.000 reales de a ocho en efectivo, y órdenes de pago por valor de otros 50.000. Estas monedas, los célebres Spanish dollars, sirvieron para respaldar la deuda pública estadounidense, los continentales y fueron copiados dando origen a su propia moneda, el dólar estadounidense. Además, a través de la casa de Gardoqui se enviaron 215 cañones de bronce, 30.000 mosquetes, 30.000 bayonetas, 51.314 balas de mosquete, 300.000 libras de pólvora, 12.868 granadas, 30.000 uniformes y 4.000 tiendas de campaña, por un valor total de 946.906 reales.

Gracias a los suministros españoles, los EE.UU. obtuvieron su gran victoria en Saratoga (octubre de 1777), provocando la intervención francesa en 1778, y tras ella la española, en 1779. En 1780 John Jay se presentó en Madrid como ministro plenipotenciario de los EE.UU., fracasando a la hora de que España reconociera a la nueva nación.

Inmediatamente, la amplia red comercial de la familia Gardoqui Arriquíbar se puso discretamente al servicio de la causa norteamericana en nombre del Rey Carlos III y, tras la firma del Tratado de París que supuso el reconocimiento definitivo de la independencia americana, Gardoqui se convirtió en el primer embajador español ante los Estados Unidos de América.

Según algunos historiadores, el bilbaino ocupó un lugar de honor durante la jura del cargo de George Washington, el primer presidente de los Estados Unidos y, desde 2008 cuenta con una estatua conmemorativa en Filadelfia, muy cerca de donde se promulgó la Declaración de Independencia de los Estados Unidos.

Gracias a Gardoqui, Bilbao recibió en enero de 1780 la visita de John Adams, quien años más tarde se convertiría en el segundo presidente de los Estados Unidos. A partir de 1790, Diego María de Gardoqui ostentó la Secretaría de Hacienda, donde fue víctima de las maniobras políticas de Manuel Godoy, primer ministro del nuevo Rey Carlos IV.

Su último destino diplomático fue Turín, donde falleció y donde comprobó el estado de fragmentación de la península italiana y fue testigo de los primeros movimientos para su ocupación por parte de Napoleón, a quien tuvo ocasión de conocer personalmente.

Autor: Máximo González – Palacios Franco.

Bernardino de Mendoza, un espía español en la Corte de Inglaterra.

Bernardino de Mendoza, un espía español en la Corte de Isabel I.

Bernardino nació en Guadalajara hacia 1541. Para desdicha de los estudiosos no fue el único Bernardino (hay abundantes confusiones en algunos textos) que la amplia familia Mendoza tuvo en esos años, aunque si es el que más aparece en los libros de los historiadores extranjeros dedicados a la segunda mitad del reinado de Felipe II.

Era hijo del tercer Conde de Coruña y Vizconde de Torija (quien tuvo 19 hijos). Tras licenciarse en 1556 en el Colegio de San Ildefonso de Alcalá pasa a combatir en el norte de Africa y Malta.

En 1567 acompaña al Duque de Alba a Flandes y se distingue como capitán de caballería. Alumno militar de Alba, participa en acciones como el sitio de Mons, un ataque nocturno («encamisada»), marcha como embajador de Alba a Madrid y de vuelta a Flandes decide con su caballería la batalla de Mook. El sucesor de Alba (Luis de Requessens) le envía a Inglaterra por primera vez (1574) para obtener permiso para que los barcos españoles se refugien en puertos ingleses.

Desde 1576 es Caballero de Santiago y en 1577 comenzará su carrera como diplomático al ser nombrado embajador en Inglaterra. Fruto de estos diez años como militar será su conocida «Comentario de los sucesos acaecidos en la Guerra de los Países Bajos» (París, 1591) y su «Theoría y Práctica de la Guerra» (Madrid, 1595), manual militar dónde afirma que «el triunfo será de quien posea el último escudo», como buen conocedor de los repetidos motines por falta de pagos del ejército de Flandes.

A partir de este 1577 Bernardino entra en la Historia. Otros Mendozas como Francisco (el Almirante de Aragón, hijo del tercer marqués de Mondéjar) o Rodrigo (el segundo duque de Pastrana) lucharían o morirían en Flandes. Pero sólo Bernardino se encuentra en los libros que sobre este periodo de Francia e Inglaterra se escriben y pasa a ser mas conocido por los historiadores extranjeros (Braudel, Kamen, Parker, Grimberg o Mattigly) que por los españoles (con excepciones, como Layna o Fernández Alvarez). Seguro que alguno recuerda a Claude Rains interpretando al sibilino y malicioso embajador español ante Isabel I en la película protagonizada por Errol Flynn.

La situación entre España e Inglaterra merece una breve explicación. Felipe II había sido rey consorte de Inglaterra y residido allí dos largas temporadas con su esposa católica María Tudor. Ahora la reina era su cuñada Isabel I, pero ésta era partidaria de la Iglesia de Inglaterra y de la Reforma. De hecho llegaría Isabel a mandar un pequeño ejército en ayuda de los holandeses, y alentó los ataques contra las colonias y barcos españoles. Diego Guzmán de Silva o el catalán Gerau de Spés habían precedido a Bernardino como embajadores, siendo Guzmán expulsado por su participación en una conspiración contra Isabel, pues había estado presente en las conjuras de 1569 y 1571. De hecho, cuando detenían «a alguien por razones políticas lo primero que le preguntan es si ha mantenido contacto conmigo», escribe el embajador español.

Bernardino era partidario de que se declarase la guerra contra los luteranos donde quiera que estuviesen, y ello no le hacía el más apropiado para una misión de paz. Asimismo debía evitar el apoyo de Isabel a los rebeldes protestantes flamencos y proteger a los católicos ingleses. De lo que contamos a continuación hay amplia constancia en las cartas que intercambiara con los Idiáquez, secretarios de Felipe II.
Nuestro protagonista recaba información, distribuye sobornos y realiza labores de espionaje, recluta y dirección de espías y colaboradores, creando una red primero en Inglaterra y, más adelante, en Francia y Flandes para defender los intereses de España.

Empleaba tanto agentes residentes como emisarios viajeros. Por motivo de su labor secreta, además de buscar siempre el camino más seguro para sus misivas, aunque pudieran tardar algo más en llegar el Rey (como le ocurrirá en 1587 al interceptar las postas los protestantes), buscaba lugares para esconder sus cartas (por ejemplo detrás de un espejo en 1582) y empleaba el cifrado en su correspondencia cambiando letras por signos, unas letras por otras, letras por números, pares de letras por pares de números, nombres simbólicos, etc.

Entre sus éxitos mencionaremos cuando en 1578 pusiera un espia en el barco de la expedición de Martin Frobisher a Canada, cuando en 1578 mandó a D. Juan de Austria en Flandes el retrato de Radcliffe, enviado para asesinarle y pronto detenido, y finalmente cuando en 1579 informa al rey de la misiva secreta que a través de Francia le ha enviado el Sultán de Constantinopla a Isabel I.

Desde su puesto estuvo en contacto con María Estuardo (reina de Escocia expulsada de allí por sus súbditos protestantes y prisionera de Isabel), apoyaría a los católicos y a los jesuitas ingleses. En esos tiempos los jesuitas estaban estudiando profundamente la casuística de si «era o no lícito matar a un tirano» y fueron muy activos contra Isabel. En sus cartas sugiere cuatro vías de catolizar a Escocia, entre ellas «invasión» y «predicación». Asimismo sugeriría en 1579 a Felipe II el asesinato de Guillermo de Orange (de hecho no fue el único en sugerirlo, y Guillermo sería asesinado en 1585). Tuvo un sonoro altercado con la reina Isabel en 1581 indicándola que era fiel vasallo de su rey y que por nada del mundo deshonraría a la Casa de Coruña y el nombre de Mendoza.

La verdad es que a la reina le costaba soportar este carácter orgulloso e intransigente, lógicamente.
Finalmente, Bernardino es llamado a la presencia del Consejo Privado de Isabel I en enero de 1584 y expulsado fulminantemente de Londres debido a su participación en la llamada «conspiración de Francis Throckmorton» junto a nobles ingleses y a María Estuardo.

Cuando los ministros ingleses le advierten de que puede darse por contento con un castigo benévolo como la expulsión a pesar de que «sus maquinaciones turbaban al reino de Inglaterra», Bernardino «rezuma de soberbia e indignación e incluso ánimo de venganza» cuando escribe el 26 de enero de 1584 desde Londres a Felipe II que «me encendió la cólera», «que lo de castigarme la reina era risa para mi», «pues no le había dado satisfacción siendo ministro en la paz, me esforzaría de aquí en adelante para que la tuviese de mi en la guerra» y que «Don Bernardino de Mendoza no ha nascido para revolver reinos sino para conquistarlos».

Realmente no son palabras de un embajador de paz, aunque si son palabras propias de un orgulloso miembro de la poderosa familia Mendoza. Desde entonces vivirá obsesionado por los planes que aseguren el triunfo de su fe (su «cruzada religiosa» contra los protestantes), de su rey y (asimismo) su venganza personal contra Isabel. Felipe II aprobaría la labor de su embajador escribiéndole «la respuesta que los disteis, la cual fue la que convenía y nos ha parescido muy bien» y «de que quedo yo de vos con entera satisfacción».

Nombrado en septiembre embajador en París, llega allí en noviembre de 1584 y sigue siendo considerado como un hábil y experto diplomático, con su red de espías funcionando perfectamente. Según Mattingly «muy poco de lo que pasaba en la Corte francesa, y aún al otro lado del Canal, le pasaba por alto gracias a su red de espías». En este punto debemos indicar que la nación francesa estaba dividida entre católicos y protestantes (hugonotes), se habían producido sangrientos sucesos cono la matanza de la «Noche de San Bartolomé» en 1572, y el débil rey Enrique III no tenía sucesor siendo manejado por la reina madre Catalina de Médicis.

Este periodo se conoce como de las «Guerras de Religión» de Francia. Felipe II firma en 1585 en Joinville un tratado secreto de ayuda con los príncipes católicos de la Casa de Lorena, y Mendoza se convirtió en «tesorero de los ultracatólicos de la Santa Alianza», apoyándoles con fondos desde 1584, y financiando al posible heredero católico al trono de Francia: Enrique de Lorena, Duque de Guisa. Bernardino conversa repetidamente en privado con Catalina, establece en 1587 un convenio con los jesuitas para su apoyo a Enrique de Guisa y entrará en contacto con la parisina y católica «Junta de los Dieciséis» (que según Mattingly le consideraba su jefe natural).

En primavera de 1586 alienta desde París una conspiración contra Isabel. Felipe II le advierte de no poner nada por escrito, pero los cómplices ingleses (sobretodo Anthony Babbington) no son tan precavidos y cuando su torpeza los descubre, las pruebas se usan contra María Estuardo (siempre conspirando también contra Isabel y con «papeles peligrosos» en su poder) quien es decapitada en 1587.

Días antes de morir, María Estuardo escribe a Mendoza una carta de despedida y le regala un anillo con un brillante. Aunque Bernardino escribe a Felipe II que «Isabel tuvo que guardar cama afectada por la muerte de María» le indica que debido a su ejecución «ruego a Su Majestad que active en todo lo posible la empresa de Inglaterra». Felipe II se decide a atacar Inglaterra y la misión de Bernadino será asegurarse que Francia no pueda atacar a Flandes en ausencia del ejército de Alejandro Farnesio, Duque de Parma y Gobernador en Flandes, quien debería embarcar en la Armada para atacar Inglaterra.

Pare ello debería favorecer un incremento en las luchas entre el católico Enrique (Duque de Guisa), el débil rey Enrique III de Valois y el protestante Enrique de Borbón, rey de la Navarra francesa y futuro Enrique IV. Pero el ataque de Drake a Cádiz en abril de 1587 retrasa los planes de invasión un año. No hay pruebas concluyentes, pero coincidiendo con el retraso mencionado en la invasión, Guisa acepta un acuerdo «pacífico» aparentemente muy difícil de lograr poco antes con la reina madre Catalina de Médicis y Enrique III.

¿Casualidad o simplemente que ya no era necesaria una revolución en Francia ese verano? Los espías de Bernardino en Inglaterra y sus puertos de mar le seguían informando de los preparativos ingleses. Bernardino debe retrasar sus preparativos un año.

La Armada parte de Lisboa en 1588. Coincidiendo con ello, el 12 de mayo de 1588 Enrique de Guisa entra instigado por Bernardino en París. Allí se produce un levantamiento popular con barricadas contra las tropas de Enrique III que huye. Testigo de todo desde su habitación en la calle des Pouilles, Bernardino escribe el 25 de mayo que «quedan las cosas tan rotas (en Francia) que se podrán mal acomodar y el Rey (de Francia) imposibilitado para asistir a la de Inglaterra de ninguna manera».

Mientrastanto las tropas de Farnesio mantenían controlados a los rebeldes en Flandes. Así pues Flandes y Francia no pondrían obstáculos y la Armada partió sin tener que preocuparse por ellos. Tras el presumible triunfo de la Armada el rey Enrique III de Francia debería rendirse a los intereses de la Liga Católica pero, como veremos, los hechos posteriores acabarían con estos planes.

La derrota de la Armada en julio de 1588 coincide asimismo con la destrucción de la red que Bernardino mantenía en Inglaterra. De hecho, Bernardino fue informado erróneamente y en agosto de 1588 envía un mensaje a Felipe II dando cuenta del éxito de la Armada y del «apresamiento de Drake», encendiendo una hoguera de victoria delante de su Embajada en París. En septiembre aún enviaba mensajes optimistas desde París al rey. Este «fiasco» no puede empañar totalmente su labor (se dejó llevar y dio por cierto aquello que deseaba que hubiera ocurrido) pues este mismo año había informado de los tratos secretos entre Isabel I, el futuro Enrique IV de Francia, el pretendiente al trono portugués Prior de Crato y el Sultán de Marruecos contra Felipe II.

Una de las consecuencias de la derrota fue que el apocado Enrique III cobró valor para mandar asesinar a Enrique de Guisa el 23 de diciembre de 1588 mientras le visitaba. Según Mendoza «Guisa sólo a su propia temeridad debió su fin», pues había sido prevenido de que el rey quería matarle. Estalló la guerra civil, y Enrique III (aliado momentáneamente con Enrique de Navarra) sitiaría al rebelde París pero sería asesinado en su residencia el 1 de agosto de 1589.

La guerra civil se recrudece al entrar en juego la sucesión al trono. Felipe II intenta que su hija Isabel Clara Eugenia sea proclamada reina de Francia por los católicos, al ser hija de Isabel de Valois, y esta será otra nueva misión para Bernardino. Pero podemos adelantar que el intento fracasaría pues el Parlamento de París proclamó por unanimidad la vigencia de la Ley Sálica, excluyendo a la Infanta.

En primavera de 1590, el futuro Enrique IV marcha sobre el católico París tras derrotar en Ivry a las tropas de la Liga Católica reforzadas por contingentes enviados por Alejandro Farnesio. El sitio iniciado a fines de abril llegaría tras cuatro meses a hacer conocer a París los horrores del hambre, se mataron asnos, gatos y ratas para comer. Bernardino permanece dentro de París durante este sitio en que los parisinos resistieron reforzados por pequeños contingentes valones y alemanes enviados por Alejandro Farnesio y alentados por el legado pontificio Gaetano y por el embajador Bernardino, que vuelve a emplear en este sitio los conocimientos militares que aprendió de joven en Flandes.

Bernardino alienta a los defensores de París, visita repetidamente sus defensas y ayuda a los menesterosos de su propio peculio con comida y repartiendo monedas (sus famosas monedas de «medio sueldo» con las armas de España). Sus enemigos extendieron la patraña de que el pan que repartía estaba hecho con huesos en polvo de los cementerios parisinos. En suma, Bernardino está presente en todas las crónicas que los historiadores franceses dedican a este periodo de su historia. Finalmente tras recibir la orden de Felipe II, Farnesio entra en Francia en julio de 1590 y obliga a retirarse a Enrique IV que levanta el sitio en agosto. Farnesio regresa a Flandes en diciembre.

En el plano personal es muy importante indicar que ya sus cartas de 1579 Bernardino empieza a mencionar los problemas de la vista, comienza a perderla en 1583 y en 1590 era ya ciego, en pleno sitio de París. Asimismo, como los fondos de Felipe II no llegaban regularmente de su propio peculio iba solventando sus gastos, empeñándose con la casa de banqueros florentinos Martelli, especializada en 1590 en el préstamo a grandes señores. Su hacienda era administrada en España por su hermana que le enviaba los beneficios de la cosecha, prontamente gastados en su embajada.

Nuevamente Farnesio entraría en 1591 y en 1592 para actuar a favor de los católicos. Enrique IV se convertiría al catolicismo en julio de 1593, sería coronado en Chartes en febrero de 1594 y los parisinos le abrirían sus puertas el 22 de mayo de 1594 (Enrique fue el autor de la frase «París bien vale una misa»). La guarnición de 1200 valones e italianos que Felipe II tenía en París en apoyo de la Liga abandonaría la plaza con honores militares el día 24. ¡Muy pocos españoles conocen actualmente que París estuvo guardada por tropas de Felipe II y con el beneplácito de sus habitantes!

Cuando en 1595 el Papa aceptaba la conversión al catolicismo y daba el perdón a Enrique IV se esfumaron definitivamente las aspiraciones de Felipe II y Francia volvería a ser rival militar de España.

Pero esto ya no afectaba a Bernardino pues vuelve por tierra a Castilla en 1591 sintiéndose exonerado de su cargo de embajador. Llega como mucho a comienzos de 1592 y compra casa en Madrid. Felipe II le nombra Trece de la Orden de Santiago (1595) y con la renta consiguiente llega al final de sus días sin agobios económicos y dedicándose a escribir y asistir a misa a diario. Muere en el convento de San Bernardo de Madrid en 1604 y es enterrado en la iglesia de Torija, dónde Juan Catalina García encontraría su lápida.

Su contemporáneo Cabrera de Córdoba dice a su muerte «en Madrid murió Don Bernardino de Mendoza, el ciego, que fue embajador en Francia». Sus restos desaparecerían mezclados con otros en 1936, aunque su sepultura (con una calavera esculpida) se encuentre en la Iglesia de Torija.

No se conoce descendencia de Don Bernardino.

Morel-Fatio afirma que su carácter era íntegro e impulsivo, sin doblez, con indomable energía y sincera lealtad a su rey. Pero asimismo con un odio cerril a los herejes, luteranos o anglicanos.
Bernardino hacia gala de ser «un Mendoza», de servir a su Sacra Majestad Católica, campeón de la Iglesia contra los herejes, y de ser partidario del Derecho Divino de los Monarcas.

Su carácter le hizo detestar por Isabel de Inglaterra y por Enrique III de Francia. Literariamente Fernández Alvarez dice que «la crónica militar ha tenido sus clásicos en España en la pluma de Bernardino de Mendoza». Sus escritos, pues, tienen un lugar importante entre los clásicos de la prosa castellana.

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Manuel Iradier y Bulfi

Manuel Iradier y Bulfi

Vitoria (Álava), 6.VII.1854 – Valsaín (Segovia), 19.VIII.1911. Explorador del golfo de Guinea.

La vocación exploradora de Iradier se gestó en su infancia, con la lectura de relatos de viajes y la contemplación de los espacios aún en blanco en los mapas. A los cuatro años había quedado huérfano de madre y, al haber abandonado Vitoria su padre, fue criado por unos tíos, que a su vez le hicieron pasar temporadas en casa de una familia de pescadores en el Cantábrico.

A los catorce años pronunció en Vitoria una conferencia en la que expuso un plan de travesía de África, desde Ciudad del Cabo hasta Trípoli. Por aquel entonces, cursaba bachillerato en el instituto de segunda enseñanza de la capital alavesa, estudios que culminó en octubre de 1870. Matriculado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Libre de Vitoria, fundada al socaire de la Revolución de 1868, obtuvo, en octubre de 1874, el título de licenciado por la Universidad de Valladolid.

Durante sus estudios fue el principal animador de una serie de asociaciones juveniles vitorianas, entre ellas “La Exploradora”, cuyos miembros llevaron a cabo trabajos de campo en la provincia, incluso mientras ésta fue escenario de la última Guerra Carlista.

En 1872, Iradier se alistó como voluntario en las filas liberales, en las que alcanzó el grado de sargento.

En diciembre de 1874, al mes de haber contraído matrimonio con Isabel de Urquiola, emprendió, junto con ella y la hermana de ésta, Juliana, viaje al golfo de Guinea. Esta decisión se debió a la reunión que había mantenido en Vitoria con el corresponsal en España del New York Herald, Henry Morton Stanley, ya famoso por su encuentro en África con el misionero y explorador David Livingstone. Fue Stanley quien convenció a Iradier para que se dirigiera a esa parte de África, en concreto a los territorios cedidos por Portugal a España mediante el Tratado de El Pardo de 1778.

En 1875 y 1876, Iradier exploró la bahía de Corisco y el país del Muni. Además de con tribus costeras (ndowés), entró en contacto con indígenas fang, estos últimos de talante agresivo y que, por aquel entonces, habitaban el interior.

Tras el nacimiento de su hija Isabela en Elobey Chico, el islote del estuario del Muni que utilizaron como base de operaciones, la familia se desplazó a Fernando Poo, donde falleció la pequeña. Pese a la moral baja y la salud minada, Iradier prosiguió en la isla su labor exploradora, que incluyó el ascenso al punto más alto, el pico Basilé.

En noviembre de 1877, estaba de regreso en España y un año más tarde publicaba un primer relato de su viaje, obra de la que se hizo eco la Sociedad Geográfica de Madrid, creada en 1876.

Decidido a regresar al continente africano, en octubre de 1879 reorganizó la asociación “La Exploradora” y recabó apoyos para llevar a cabo un nuevo viaje al África central de carácter “caritativo, científico y filantrópico”. Tendría que esperar a que el Congreso Español de Geografía Colonial y Mercantil, celebrado en noviembre de 1883 por iniciativa de la Sociedad Geográfica de Madrid, le encargara dirigir, en nombre de la Sociedad Española de Africanistas y Colonistas creada al efecto, una expedición destinada a obtener para España la mayor extensión posible de territorio africano, de preferencia en la parte continental más próxima a Fernando Poo.

En julio de 1884, Iradier estaba de vuelta en el golfo de Guinea, esta vez al frente de una expedición de la que formaban parte el médico asturiano Amado Osorio, el notario Bernabé Jiménez y el cabo de Marina Antonio Sanguiñedo. Ante la presencia en la región de alemanes, británicos y franceses, los españoles tuvieron que limitar sus actuaciones al país del Muni explorado por Iradier ocho años antes.

Por problemas de salud, Iradier regresó a España a finales de 1884, mientras que el resto de la expedición, a la que se sumó el gobernador español de Fernando Poo José Montes de Oca, siguió con las labores de anexión hasta alcanzar, en 1886, unos 50.000 kilómetros cuadrados resultantes de la firma de unos trescientos cincuenta pactos suscritos con jefes indígenas.

Con ayuda del Ayuntamiento de Vitoria, Iradier publicó, en 1887, África. Viajes y trabajos de la Asociación Euskara La Exploradora, obra de gran valor antropológico en la que, a contracorriente de su tiempo, el vitoriano detalló, a veces con admiración, las creencias y costumbres de los indígenas con los que convivió.

Iradier, reacio al mero afán de conquista territorial, se defendió de las críticas recibidas por lo reducido de los territorios adquiridos y su poco valor estratégico, aduciendo la escasez de medios de que dispuso. Pese a todo, afirmó en su libro que gracias a su expedición “tiene España hoy posesiones continentales en el Golfo de Guinea”. Reivindicadas asimismo por Francia, España no se aseguraría dichas posesiones hasta la firma del Tratado de París de 1900.

Para entonces, Iradier se había desentendido de los asuntos africanos. Sin mucha fortuna, intentó rehacer su vida como inventor de sistemas de impresión, contadores de agua y material fotográfico, y como empleado de compañías mineras y de ferrocarril.

Murió en la localidad segoviana de Valsaín, a cuyos pinares (“este bosque me recuerda aquel otro en el que dejé mi salud y mis ilusiones”) había acudido para reponer su salud. En 1927, sus restos mortales fueron trasladados a Vitoria, ciudad que erigió un monumento en su honor y en la que una placa identifica la antigua fonda donde tuvo lugar su decisivo encuentro con Henry Morton Stanley.

Obras de ~: África. Fragmentos de un diario de viajes de exploración en la zona de Corisco, Madrid, Imprenta Fortanet, 1878 (ed. de Ruiz Jiménez Fraile, Barcelona, Mondadori, 2000); África. Viajes y trabajos de la Asociación Euskara La Exploradora, Vitoria, Imprenta Viuda e hijos de Iturbe, 1887 (Madrid, Miraguano/ Polifemo, 1994).

Bibliografía .:
M. Iradier Urquiola, Biografía de Manuel Iradier Bulfi: principales acontecimientos por orden de fechas acaecidos en el período de 1854 a 1874, Madrid, 1916 (Biblioteca Nacional de España, mecanografiado); J. M. Cordero Torres, Iradier, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1944; VV. AA., Iradier, explorador de África: conferencia pronunciada en el Instituto de Estudios Africanos con motivo de su centenario, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), Instituto de Estudios Africanos, 1954; R. Majó Framis, Las generosas y primitivas empresas de Manuel Iradier Bulfi en la Guinea Española: el hombre y sus hechos, Madrid, CSIC, 1954; O. Díaz Pines, Iradier, Madrid, Publicaciones Españolas, 1956; VV. AA., Iradier: conmemoración de su primer centenario, Madrid, CSIC, 1956; J. Lorman, Manuel Iradier Bulfi, explorador del África negra, Barcelona, La Gaya Ciencia, 1976; A. Martínez Salazar, Manuel Iradier, Vitoria, Diputación Foral de Álava, 1993; R. Jiménez Fraile, África. Un español en el Golfo de Guinea, Barcelona, Mondadori, 2000; Manuel Iradier. Las azarosas empresas de un explorador de quimeras, Madrid, Miraguano, 2004.Real Academia de la Historia.Ramón Jiménez Fraile

El Milagro de Empel

El llamado «Milagro de Empel» fue un suceso acaecido entre el 7 y el 9 de diciembre de 1585 cerca del pueblo de Empel, provincias unidas (Holanda) en plena época de dominación española.

Un destacamento español denominado «Tercio Viejo de Zamora», dotado de 5.000 soldados, se salvó de una aniquilación más que segura.

Los soldados del Tercio de Zamora o de Bobadilla son enviados el lunes 2 de diciembre a tomar el llamado Bommelerwaard (al norte de ‘s-Hertogenbosch), un terreno de 25 kilómetros de este a oeste y 9 kilómetros de norte a sur delimitado por el río Mosa, Waal y canales afluentes.

Pese a lo rico de la tierra, el invierno golpeaba fuerte y los campesinos habían guardado su ganado. Para empeorar la situación de hambruna y desabastecimiento del tercio, una poderosa flota rebelde holandesa de cien barcos («grandes y pequeños») al mando del conde de Holak (Felipe de Hohenlohe-Neuenstein) aparece en el horizonte, y bloquea a los españoles por las vías fluviales.

El Tercio Viejo de Zamora, bajo el mando de Francisco Arias de Bobadilla en clara inferioridad había quedado aislado entre los ríos Mossa y Waal, en la Isla de Baamel por las tropas del Almirante Holak.

Amberes había sido rendida en agosto, y los soldados españoles que no habían sido licenciados por don Alejandro de Farnesio aquel verano, eran enviados en auxilio de algunas plazas católicas amenazadas por los herejes.

Tal era el caso de Empel. Cinco mil infantes españoles protegían la ciudad en aquellos días. Pero las tropas de Holak les superaban ampliamente en número y los españoles sufrían el acoso de su artillería.

El asedio comenzaba a hacer mella entre nuestras filas. Los soldados del Tercio Viejo apenas tenían víveres ni ropa seca con la que combatir el frío, estaba claro que en aquella isla, las fuerzas españolas no aguantarían mucho.

Holak, que ya saboreaba la victoria, ofreció la rendición a nuestros soldados, pero Francisco Arias de Bobadilla, soldado veterano, respondió de la forma en que solían expresarse nuestros héroes: «Los infantes españoles prefieren la muerte a la deshonra. Ya hablaremos de capitulación cuando hayamos muerto”. Entonces Holak mandó romper el dique del río Mossa.

El agua entonces, inundó el campamento español, y los soldados tuvieron que refugiarse en una pequeña colina llamada colina de Empel. Habiendo casi perdido la esperanza y sin ninguna posibilidad de ser auxiliados, el Tercio Viejo se preparaba para lo peor, combatir hasta el último aliento.

Comenzaron a cavar trincheras, más bien a modo de tumbas, según decían algunos. Y en esto estaba uno de nuestros soldados cuando topó con un pequeño objeto de madera. Lo desenterró, era una imagen flamenca de la Inmaculada Concepción.

El entusiasmo recorrió rápidamente todo el campamento. Los soldados del tercio eran católicos, y tomaron el hallazgo como una señal divina. La imagen se dispuso en un altar improvisado junto a una Bandera y entonaron la Salve, encomendándose a ella para que les ayudase en la batalla.

Francisco Arias de Bobadilla arengó a sus compañeros ”¡Soldados! El hambre y el frío nos llevan a la derrota, pero la Virgen Inmaculada viene a salvarnos, ¿queréis que se quemen las banderas, que se inutilice la artillería y que abordemos esta noche las galeras enemigas?” “¡Si, queremos!” Contestaron todos y cada uno de los soldados, que estaban hambrientos, harapientos y ateridos de frío.

En la madrugada del 7 al 8 de diciembre empezó a soplar un viento del nordeste terriblemente gélido y comenzó a helar, algo que no pasaba desde hacía mucho tiempo. Las aguas del río Mossa terminaron por helarse rápidamente. Esto hizo que los Infantes españoles vieran la posibilidad de atacar la flota enemiga.

Aprovechando que el enemigo dormía en sus barcos, marcharon los Tercios sobre el hielo en silencio bajo la protección de la noche y de La Virgen Inmaculada, sorprendiendo al hereje y consiguiendo así una heroica victoria que haría exclamar al almirante Holak: “Tal parece que Dios es español al obrar, para mí, tan grande milagro” «cinco mil españoles que eran a la vez cinco mil infantes, y cinco mil caballos ligeros y cinco mil gastadores y cinco mil diablos»

Siglos después de aquella gesta, los historiadores y los meteorólogos continúan preguntándose cómo fue posible que en una sola noche se congelasen las aguas de río Mossa.

Desde entonces, cada 8 de diciembre se recuerda a aquellos héroes y nosotros, continuamos encomendándonos a la Inmaculada Concepción, patrona de los Tercios de Flandes y de la Infantería Española.

Máximo González – Palacios Franco

Bibliografía. :
Javier Labayen.Plataforma2003org
Paco Colmenero.diariodezamora
Augusto Ferrer Dalmau

El Caudillo Almanzor

Muḥammad b. Abī ‘Āmir al Ma‘āfirī, al-Mansūr bi-llāh.
Torrox (distrito de Algeciras), 326 H./938 C. – Medinaceli (Soria), noche del 27 a 28 de ramadán de 392 H./9-10 de agosto de 1002 C. Chambelán (ḥāŷib) del califa cordobés Hišām II y gobernante y señor absoluto de al-Andalus entre los años 371/981-392/1002.

Pertenecía a una familia árabe de preclaro linaje de la tribu yemení de Ma‘āfir, descendía por línea directa de un antepasado, Abū ‘āmir Muḥammad b. al-Walīd, que había participado junto a Ṭāriq b. Ziyād en la conquista de Hispania; distinguiéndose en la toma de Carteya en el año 92/711, se le concedieron tierras en Torrox, sobre el Guadiaro, al noroeste de Algeciras. Estos bienes patrimoniales los conservaba aún la familia en tiempos de Almanzor.

Su padre, Abū Hafs ‘Abd Allāh b. Abī ‘Āmir, alcanzó cierta notoriedad como transmisor de tradiciones musulmanas, era hombre piadoso que vivía de la renta de sus tierras; murió en Trípoli, a fines del califato de ‘Abd al-Raḥmān III cuando volvía de la peregrinación de la Meca. En cuanto a la madre de Almanzor, Burayha bint Yaḥyà b. Zakariyyā’ al-Tamīmī, cuyo padre era conocido como Ibn Bartāl, se sabe que era asimismo de origen árabe de buen linaje.

Almanzor, siguiendo los pasos de su padre, salió muy joven de su casa solariega y se encaminó a Córdoba a fin de hacer sus estudios. En la capital aprendió tradiciones proféticas y jurisprudencia con Abū Bakr Muḥammad b. Mu‘āwiya al-Qurašī, y lengua árabe y literatura con dos prestigiosos maestros, el gramático bagdadí Abū ‘AlĪ al-Qālī, venido a al-Andalus a instancias del califa al-Ḥakam II, y Abū Bakr b. al-Qutiyya. Tras ocupar un tiempo el humilde puesto de escribiente junto a la gran mezquita, comenzó su carrera política al servicio del cadí de Córdoba, Muḥammad b. Salīm, que lo presentó al visir del califa al-Ḥakam II que era por entonces, Ŷa‘far b. ‘Uðman al-Muṣḥafī, quien lo introdujo en la Corte califal.

El 9 de rAbī‘I de 356/3 de marzo de 967, con menos de treinta años, Almanzor se convirtió en intendente del primer hijo de la princesa madre, la vascona Şubḥ (Aurora), favorita del califa al-Ḥakam II y madre del futuro califa Hišām II, ocupándose de sus bienes y hacienda. Hábilmente Almanzor supo captar la simpatía y el apoyo de tan encumbrada señora, según algunos mediante costosos regalos, y según otros con su encanto personal, parece que llegaron a ser amantes, si no entonces, luego de la muerte del Califa, circunstancia a la que debería su fulgurante carrera.

Efectivamente, enseguida fue nombrado director de la ceca, y siete meses después tesorero y curador de las sucesiones; poco más tarde recibió el nombramiento de cadí de la circunscripción judicial de Sevilla y Niebla. Por último, el 4 de ramadán de 359/11 de junio de 970, a la muerte del príncipe ‘Abd al-Raḥmān, se le encargó la administración de los bienes del príncipe heredero Hišām, hermano del difunto. Una denuncia puso en peligro tan brillante carrera. Acusado de dilapidar fondos públicos el Califa ordenó una investigación en las cuentas; pero gracias a la ayuda de su amigo, el visir Ibn Huḏayr, pudo reponer el dinero faltante y salir bien librado del apuro. Eso le permitió continuar su ascensión, siendo nombrado jefe de la policía media en el año 361/972.

En esta época se construyó una mansión en la Ruṣāfa y se dedicó firmemente a hacerse popular entre los cordobeses, manteniendo mesa puesta para todo el mundo. El hecho de haber sido enviado como inspector de finanzas, a fin de verificar las sumas gastadas para captar rebeldes y comprar voluntades junto al general Gālib, comandante de la Frontera Media —cuando éste fue enviado a Marruecos para dirigir una expedición de castigo contra los príncipes idrīsíes— permitió a Almanzor anudar sólidas relaciones con el Ejército.

A la muerte de al-Ḥakam II (366/976), tras una larga enfermedad, se abre un nuevo período. El Califa había designado para sucederle a su hijo Hišām II, que tenía por entonces once años, bajo la tutela del visir al-Muṣḥafī. Por su parte, el partido de los esclavones palatinos (şaqāliba) quería nombrar al tío del heredero presunto, al-Mugīra. En esos momentos de inestabilidad política Almanzor desempeñó un papel de la máxima importancia: por un lado, se encargó de neutralizar al aspirante a califa y acabar con sus veleidades, asegurándose el apoyo de Şubḥ, al-Sayyida al-Kubrà, “la gran princesa” que le ayudaría monetariamente y le procuraría el apoyo de las tropas merced a su influencia; por otro lado, su vinculación con el visir al-Muṣḥafī dio nuevos vuelos a su ambición, ya que a partir de ahí ocuparía los más altos puestos del Estado.

No le salió gratis. Debió ocuparse, contra su voluntad, de asesinar a al-Mugīra, hermano menor de al-Ḥakam II, al que la guardia esclavona quería elevar al califato. Tras el asesinato de su candidato, los esclavones se adhirieron a la causa de los dos hombres fuertes del régimen, perdiendo el partido esclavón la influencia política que había tenido durante los reinados de ‘Abd al-Raḥmān III y de al-Ḥakam II. El propio Almanzor fue el encargado de redactar el acta de investidura (bay‘a) del nuevo soberano, que se produjo dos días después de la muerte de su padre (11 de muḥarram de 366/10 de septiembre de 976) en una ceremonia que duró varios días, a causa de las personalidades que le juraron fidelidad.

El nuevo califa, Hišām [II] al-Mu’ayyad bi-llāh, (El que recibe la asistencia victoriosa de Allah), poco tiempo después nombró chambelán (ḥāŷib) a al-Muṣḥafī y Almanzor ocupó el puesto de visir dejado por su aliado. Las primeras medidas de al-Muṣḥafī y de Almanzor fueron de tipo populista; hubo una remisión de impuestos y se derogó el más impopular de ellos: el que gravaba el aceite.

Poco después comenzaron las célebres campañas de Almanzor, cincuenta y dos en total perfectamente datadas (cincuenta y seis según otra fuente) contra los cristianos del norte peninsular, primero como caíd y después como ḥāŷib, lo cual daría a al-Andalus el momento de mayor seguridad militar de toda su historia y al ḥāŷib fama de invencible. Efectivamente en el año 366/977 Ibn Abī ‘Āmir fue a contener un ataque cristiano y conquistó los arrabales de al-Ḥamma (baños de Ledesma, provincia de Salamanca).

La expedición no tuvo apenas importancia, pero el asunto hábilmente explotado le sirvió para aumentar su prestigio y ganarse las simpatías del ejército, sobre todo las del comandante en jefe de la Frontera Media, Gālib, que no tardó en recibir el título de ďū-l-wizaratayn (el poseedor de los dos visiratos). Mientras, la popularidad de al-Muṣḥafī declinaba a causa de su nepotismo y de su falta de visión política. Ibn Abī ‘Āmir, se hizo nombrar ṣāŷib al-madīna (gobernador de la capital cordobesa), cargo que hasta entonces desempeñaba Muḥammad, un hijo de al-Muṣḥafī.

El nuevo gobernador reestableció la seguridad en Córdoba, donde los atentados y los robos nocturnos eran frecuentes, imponiendo un orden estricto. Poco después Ibn Abī ‘Āmir a comienzos del año 367/978 obtuvo del general Gālib la mano de su hija Asma’, de la que Almanzor nunca se separaría, ya que era mujer culta y particularmente inteligente. Contando con el apoyo incondicional del viejo general y suegro, hizo prisionero a al-Muṣḥafī, acusándolo de malversación, y confiscó sus bienes; años más tarde, en 372/982, lo hizo asesinar en prisión. Cuando acabó con el chambelán, no tenía ya poder alguno. Ibn Abī ‘Āmir, como recoge el cronista Ibn ‘Iďārī, “gobernaba la corte mediante su mandato de policía, el ejército mediante su generalato, y el palacio gracias al favor de que gozaba en el harén”. Después se deshizo del jefe militar de su caballería mandándolo matar, acto seguido se proclamó ḥāŷib, chambelán.

Ibn Abī ‘Āmir era ya el verdadero señor de al-Andalus, sólo le quedaba acabar con el general Gālib para que su poder fuera absoluto. Al año siguiente de la caída de al-Muṣḥafī, o sea, el año 368/979, una conjura estuvo a punto de derribar al joven califa Hišām II, los conjurados querían sustituirlo por otro nieto de ‘Abd al-Raḥmān III, llamado ‘Abd al-Raḥmān b. ‘Ubayd Allāh.

En la conjura estaba complicado, amén de una serie de dignatarios, el propio gobernador de la capital Ziyād b. Aflaḥ, quien al fracasar la tentativa de asesinar a Hišām II en el propio alcázar de Córdoba, metió a todos los conjurados en la cárcel, a fin de salvar su cabeza. Ibn Abī ‘Āmir los hizo condenar a muerte, y en eso no influyó sólo la razón de Estado, también quiso congraciarse con los alfaquíes de Córdoba, ya que alguno de los conjurados tenía ideas heterodoxas de tipo mu‘tazilĪ. Trató de ganarse a la plebe urbana exteriorizando su piedad, llegando a copiar por su propia mano un ejemplar del Corán, con el propósito de llevarlo en sus expediciones.

Fue también en esta época cuando mandó expurgar la célebre biblioteca califal. Nada mejor que reproducir en este caso lo que dice Sā‘id al-Andalusí: “La primera acción de dominio sobre Hišām II fue dirigirse a las bibliotecas de su padre al-Ḥakam II, que contenían colecciones de libros famosos […] e hizo sacar todas las clases de obras que allí había en presencia de los teólogos de su círculo íntimo, y les ordenó entresacar la totalidad de los libros de ciencias antiguas, que trataban de lógica, astronomía y otras ciencias, cultivadas por los antiguos, a excepción de los libros de medicina y aritmética.

Una vez que se hubieron separado […] Abū ‘Āmir ordenó quemarlos y destruirlos. Algunos fueron quemados; otros fueron arrojados a los pozos del alcázar, y se echó sobre ellos tierra y piedras, o fueron destruidos de cualquier otra manera. Abū ‘Āmir hizo eso para granjearse el afecto de la plebe de al-Andalus […] entonces esas ciencias eran mal vistas y […] cualquiera que las estudiaba era sospechoso de herejía y presunto heterodoxo en relación con la ley islámica (Šarī‘a)”. Con esta medida trató de congraciarse con los ulemas y el pueblo. En todo caso, como advierte el historiador Lévi-Provençal, la conjura legitimista, sofocada a tiempo, y la corriente de puritanismo que se había apoderado de la capital revelaban la existencia de un partido de oposición.

Durante mucho tiempo el todopoderoso chambelán tuvo pruebas de que se continuaba murmurando acerca de los escándalos de la Corte, de la conducta irregular de la princesa Şubḥ —a la que suponían embarazada por él— y de las costumbres contra natura del gran cadí Muhammad b. al-Salīm, que seguía en funciones a pesar de su incapacidad. Hacía ya varios meses que Ibn Abī ‘Āmir había abandonado la mansión de al-Ruşāfa por otra almunia más amplia y lujosa, que se había hecho construir cerca de Madīnat al-Zahrā’ y a la que había denominado al-‘āmiriyya, derivada de su propio nombre. Pese a que por entonces Almanzor todavía ocultaba su juego y respetaba en apariencia la ficción de la autoridad absoluta del Califa, las relaciones con Şubḥ se fueron enfriando al ver ésta cómo mermaba paulatinamente el poder de su hijo.

Almanzor para librarse de la princesa madre y del Califa edificó una nueva ciudad administrativa a la que, parafraseando el nombre de la ciudad de ‘Abd al-Raḥmān III, llamó al-Madīna al-Zāhira, la ciudad resplandeciente, cuya construcción comenzó en 368/978 y concluyó en 370/980. La ciudad estaba emplazada al lado del río Guadalquivir, aguas arriba de la capital cordobesa hacia el este y en la misma orilla del río.

En el interior de la ciudad erigió un fastuoso palacio, desde donde Almanzor regiría al-Andalus como soberano absoluto; levantó casas para sus hijos y para los principales dignatarios de su séquito, así como viviendas y locales para las oficinas de la cancillería y para el personal, además de cuarteles y caballerizas para la guardia y vastos almacenes para depositar armas y grano.

Pronto, al decir de Ibn Jāqān, la ciudad se salió de sus primitivos límites, se construyeron mercados y las gentes vinieron a habitar en ella o en sus inmediaciones, de tal manera que los arrabales de la nueva ciudad no tardaron en enlazar con los de Córdoba. Ibn Abī ‘Āmir se instaló en al-Zāhira en el año 370/981, transfiriendo todo el aparato estatal de Madīnat al-Zahrā’ a su nueva residencia, obteniendo del califa una “delegación de todas sus funciones, a fin de consagrarse a ejercicios de piedad”.

Esta delegación procuró al ḥāŷib la cobertura legal para su autoridad, y a la vez le dio la oportunidad de mantener recluido al califa en su palacio. A partir de ese momento Almanzor asumirá la dirección del Estado, dispondrá a su antojo del presupuesto, centralizará los ingresos, ordenará los gastos y organizará las aceifas, sin someterse ya a la aprobación puramente formal del Califa.

Se puede decir que desde el año 981 al 1002 Almanzor se conducirá como el verdadero soberano de al-Andalus. Durante esos veinte años atacará a los diferentes reinos cristianos. El único que se opuso al poder alcanzado por Almanzor y a transigir con el cautiverio del Califa, fue el general Gālib, muy afecto a la casa omeya por los altos puestos a él confiados y por los vínculos de clientela. Este aliado de otrora, que le había dado la mano de su hija y le había ayudado a conseguir sus objetivos políticos y militares, se enfrentó a Almanzor con sus tropas y con las fuerzas del príncipe Ramiro, hijo de Sancho II Abarca, rey de Pamplona, así como con los hombres del conde de Castilla, Garci Fernández.

Almanzor asistido por tropas beréberes, conducidas por el general Ŷa‘far b. ‘Alī b. Hamdūn se enfrentó con Gālib y sus aliados cerca de Atienza, siendo éstos derrotados. El general Gālib, octogenario ya, murió en Torre Vicente el 4 de muḥarram de 371/10 de junio de 981. En seguida Ibn Abī ‘Āmir, explotando el éxito acaecido en la frontera, envió tropas contra los dominios del conde castellano y contra el Reino de León. La fortaleza de Zamora opuso a los asaltantes una eficaz resistencia, pero la ciudad propiamente dicha fue saqueada y sus aldeas, iglesias y monasterios limítrofes pillados e incendiados; no menos de cuatro mil cautivos fueron llevados a Córdoba.

Tras estas victorias del año 371/981 fue cuando Ibn Abī ‘Āmir adoptó el sobrenombre honorífico de al-Manṣūr bi-llāh, “el vencedor por Dios”, y por el que en adelante sería conocido en las crónicas cristianas en la forma romanceada de Almanzor. Se impuso entonces en la Corte el tratamiento de “señor” (mawlà), aunque es posible que este título lo tomara al aposentarse en el palacio de al-Zāhira.

A partir de esa fecha, Almanzor pudo dedicarse a hacer la guerra contra los cristianos del norte de la península, como jamás antes se había visto. Las más importantes de sus campañas fueron, además de la de Zamora en 981, Simancas en 983, Sepúlveda en 984, Barcelona en 985, Coimbra en 987, León en 988, Clunia en 994, Santiago en 997, Cervera en el año 1000, etc.

Estas campañas dañaron fuertemente la labor repobladora de la llamada Extremadura duriense, llevada a cabo principalmente en el siglo IX, y pararon “toda reconquista”. Peor parada quedó si cabe la situación de los estados orientales peninsulares, puesto que carecían de “frontera”. El poder de Almanzor fue tan grande en la Península que llegó a convertirse en el magnate de ella, tanto que los reyes cristianos —Sancho II Garcés Abarca de Navarra y Bermudo II de León— le prestaron obediencia.

Hasta entonces las campañas musulmanas contra territorio cristiano no habían sido sino respuesta a ataques cristianos previos. Como señala P. Chalmeta, habían sido relativamente benignas y no habían causado ni demasiados estragos ni muertes. El peligro de estas expediciones no pasaba de las tierras fronterizas y no tocaba a la mayoría de la población. Los ataques de Almanzor no constituían represalias, sino ataques imprevisibles, llevados a cabo de forma continuada y con dureza inusitada, dejando una estela de destrucción, de muerte y de odio.

Los musulmanes con los cuales se las tenían que ver los cristianos no eran propiamente andalusíes, sino beréberes extranjeros, lo cual daría lugar al crecimiento de una solidaridad defensiva entre los reinos cristianos contra el enemigo común. A la caída de los amiríes, el rencor acumulado entre los cristianos por las cincuenta y dos expediciones de Almanzor (y las posteriores de su hijo al-Muẓaffar) llevaron a la convicción a no pocos cristianos de que había que terminar con un adversario que no se mostraba en modo alguno tan eficaz y ofensivo como antes, y conociendo como conocían las rutas y las debilidades del califato cordobés, por haber servido muchos de ellos como mercenarios en las campañas amiríes, era sólo cuestión de relanzar la Reconquista.

Almanzor resultó invencible en buena medida gracias a sus reformas militares, basadas esencialmente en la intensificación de la recluta de mercenarios, en especial beréberes. Con ello conseguía un doble objetivo: sus oponentes políticos fueron paulatinamente alejados de los puestos en el Ejército, dejándolos sin fuerza efectiva; por otro lado, no siendo los mercenarios fieles más que al señor que les pagaba, Almanzor pudo prescindir de las tropas andalusíes y tener a su disposición así un efectivo aparato de represión para el interior y un instrumento ofensivo de calidad para el exterior. El ḥāŷib había eximido a los andalusíes de la prestación del servicio militar por un impuesto especial (fidā’) para pagar soldados profesionales, aunque eso, entre otros males que él no podía entonces prever, lo hizo entrar en una espiral de recluta de hombres y de búsqueda de recursos para pagarlos imposible de romper.

Tener un Ejército dispuesto las veinticuatro horas tenía sus ventajas y también sus inconvenientes: el empobrecimiento de la población andalusí por los pesados impuestos para mantener ese Ejército profesional, así como la pronta pérdida de las virtudes militares de la población por la falta de entrenamiento, y a la larga, su indiferencia por las cuestiones públicas y de gobierno.

En medio de estos triunfos, en el año 379/389, Almanzor tuvo que hacer frente a una conspiración organizada por un lejano descendiente de al-Ḥakam I, ‘Abd Allāh b. ‘Abd al-‘Azīz al-Marwānī, conocido por “Piedra Seca”, gobernador de Toledo y ‘Abd al-Raḥmān b. al-Muţarrif, general de la Marca Superior, quienes prometieron al propio hijo de Almanzor, el veinteañero ‘Abd Allāh, que una vez derribado su padre él ocuparía su puesto. Descubierta la conjuración, ‘Abd Allāh se refugió en Castilla con Garci Fernández, quien al verse amenazado se lo entregó a su padre, el cual no dudó en decapitarlo en el año 380/990 y enviar su cabeza al califa Hišām II con el parte de las victorias allende el Duero.

En cuanto a ‘Abd al- Raḥmān al-Muţarrif, fue ejecutado en al-Zāhira ante Almanzor. Piedra Seca salvó la vida porque quizá el amirí, acordándose del omeya al-Mugīra, otrora asesinado por su orden, no quiso tener otra experiencia parecida ni acrecentar el odio de los marwāníes.

En el año 381/991 el dictador concedió a su hijo ‘Abd al-Malik el título de ḥāŷib y nombró visir a su hijo ‘Abd al-Raḥmān, guardando para sí el título de al-Manşūr b. Abī ‘Āmir en los escritos oficiales, y en 386/996 el uso de los títulos de sayyid, señor y malik karīm, noble rey. Almanzor no desatendió la zona de influencia andalusí en el Magreb, siguió la política de ‘Abd al-Raḥmān III y al-Ḥakam II; pero intentando siempre obtener la sumisión de los notables del otro lado del estrecho más por medios pacíficos que buscando el enfrentamiento, aunque no se vio libre de realizar algunas campañas militares en momentos de peligro:

Cuando el pro-fatimí Buluggīn b. Zīrī llegó en 980 hasta las puertas de Ceuta, ciudad ésta perteneciente al dominio andalusí; o cuando la sublevación de Hasan b. Gannūn en 985 (que fue finalmente ejecutado por orden de Almanzor, pese a la palabra dada por su primo Ibn ‘Asqalāųa, cosa que provocó no poco descontento en la zona); la rebelión de Zīrī b. ‘Aţiyya en 998, para la cual fue enviado ‘Abd al-Malik, el propio hijo de Almanzor, con un ejército a fin de reforzar al general en jefe destacado en la región, al-Fata al-KAbīr, el gran oficial esclavón, Wāđiḥ, encargado de pacificar el país con el objeto principal de controlar el comercio, mantener el flujo de oro desde el Sudán y tener en mano la recluta de mercenarios para mantener ejércitos combativos contra los cristianos del norte peninsular, en su política de legitimación por medio de la guerra santa.

‘Abd al-Malik supo responder a las esperanzas de su padre derrotando al ejército zanāta de Zīrī b. ‘Aţiyya, y entrando triunfalmente en Fez en Šawwāl de 385/septiembre de 998. Esta victoria tuvo gran resonancia en Córdoba, donde Almanzor para celebrarla manumitió y dotó a mil quinientos esclavos suyos, y ordenó el reparto de limosnas a todos los menesterosos de sus dominios.

Mientras, instalado en Fez como un auténtico virrey, ‘Abd al-Malik nombró jefes de distrito hasta Siųilmāsa, puerta del desierto y depósito del tráfico comercial transahariano; amén de someter a los habitantes de esas tierras a impuesto. En Fez, por encargo de Almanzor, hizo algunas obras edilicias, así como mejoras en la mezquita aljama de al-Qarawiyyīn. Unos meses después ‘Abd al-Malik sería llamado a Córdoba por su padre, llegando a la capital el 28 de rabī‘ II de 388/18 de abril de 999. Entretanto Wāđiḥ, el gran oficial esclavón, general en jefe de la Marca Media, volvía al norte de África para mantener la región bajo estricto orden.

La última campaña de Almanzor contra los cristianos tuvo lugar a comienzos del verano de 392/1002, y estuvo dirigida contra el territorio de la Rioja, dependiente del condado de Castilla. No se ha encontrado sobre ella noticia alguna en las fuentes. Todo lo que se sabe es que el ejército musulmán avanzó hasta Canales, localidad situada a unos cincuenta kilómetros al sudoeste de Nájera, y que, en dirección a Burgos, alcanzó el monasterio de San Millán de la Cogolla, que fue saqueado.

Al regresar de esta expedición fue cuando Almanzor murió, después de una larga enfermedad (se ha dicho que quizá de una artritis gotosa) por esa época tenía más de sesenta años. Minado por esa dolencia sabía que su fin estaba próximo y multiplicaba los signos de piedad. Se sabe que guardaba celosamente, para que lo cubriera en la tumba, el polvo de los vestidos que usaba en sus expediciones y que hacía sacudir y guardar después de cada campaña. En el camino de regreso con su ejército a Medinaceli, puesto avanzado de la Marca Media, su estado empeoró hasta el punto de tener que ser llevado en litera durante un penoso viaje de dos semanas. Llegado por fin a la plaza fronteriza, en su lecho de muerte hizo escribir sus últimas disposiciones, entregando el gobierno a su hijo ‘Abd al-Malik, conocido posteriormente como al-Muẓaffar, con precisas instrucciones de cómo había de llevarlo a feliz término.

No por ello Almanzor dejó de expresar temor de que a su muerte todo lo hecho se fuera al traste. Ciertas noticias fragmentarias, llegadas a nosotros en algunas crónicas, ponen de manifiesto su pesar por la política empleada en la frontera y de sus dudas acerca del valor de su obra, así como de la capacidad de sus hijos para mantener la situación en mano.

Almanzor murió en la noche del 27 al 28 de ramadán del año 392/9 al 10 de agosto de 1002. Se le hizo enterrar en el patio del alcázar de Medinaceli, rezando en sus exequias su hijo ‘Abd al-Raḥmān (Sanchuelo), mientras ‘Abd al-Malik se dirigía a Córdoba para asentar su poder y evitar cualquier veleidad de cambio de régimen. Al decir de Ibn ‘Iďārī, sobre la lápida marmórea de su tumba se grabaron los siguientes versos:

“Sus trazas te hablan acerca de sus noticias como si tú con los ojos las vieses. ¡Por Dios! No hubo nadie que gobernara la Península como él en verdad, ni quien condujese los ejércitos igual a él”. Está claro, como bien se ha afirmado, que la política de destrucción y remodelación del Estado cordobés permitió a Almanzor mantenerse en el poder, a costa de acabar con las estructuras que constituían el sistema: político, económico, étnico, cultural, etc.

Tras él se puede decir que el califato se extinguió de manera lamentable y miserable, nada de grandes familias de dignatarios, de presupuestos excedentarios, de coexistencia social ni étnica.

Los andalusíes no considerarán más que a un solo enemigo: los beréberes —extranjeros sin casi posibilidad de asimilarse—. Se olvidarán de los cristianos o los verán como aliados.

Y dado que al fin de cuentas los andalusíes se las tuvieron que ver con una sociedad feudal fuertemente militarizada, las posibilidades de supervivencia de un al-Andalus poderoso fueron nulas.

La política de aceifas de Almanzor engendró, en última instancia, la actitud mental cristiana que propiciaría continuos ataques de reconquista, que terminarían con la propia existencia de al-Andalus.

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El Duque de Alba

Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel.

Duque de Alba de Tormes (III). Piedrahíta (Ávila), 29.X.1507 – Lisboa (Portugal), 12.XII.1582. Diplomático, gobernador de los Países Bajos y del Milanesado, Virrey de Nápoles y Portugal.

El que fue III duque de Alba, conocido como el Gran Duque, también sucedió en el título de marqués de Coria (III) y en los condados de Salvatierra y Piedrahíta, y asimismo fue señor de Valdecorneja (VII). Era hijo de dos personajes de la alta nobleza: Beatriz de Pimentel, hija del conde de Benavente, y García Álvarez de Toledo, primogénito del II duque de Alba, Fadrique Álvarez de Toledo.

El Gran Duque nació el 29 de octubre de 1507 en Piedrahíta (entonces de la provincia de Salamanca), lugar donde la comitiva que acompaña a Beatriz debió hacer un alto, camino de Alba de Tormes, porque la gran dama se ve acometida por las ansias del parto.

En su niñez, el Gran Duque se vería pronto acompañado por un hermano, Bernardino, y dos hermanas, Catalina y María. Una familia que vive alegre y confiada en el espléndido palacio ducal de Alba de Tormes, hasta que en 1510 su padre es llamado por Fernando el Católico para acometer una empresa en el norte de África, donde debía unirse a las tropas que mandaba el famoso soldado Pedro Navarro, para seguir conquistando las principales plazas fuertes norteafricanas, siendo su primer destino Bugía. A poco, en la lucha por la isla de Djerba, el ejército que manda García sufre una gran derrota, con muerte de casi todos aquellos soldados cristianos, incluido García, que perecen a manos de los musulmanes. En 1510, cuando el futuro Gran Duque sólo tenía tres años de edad. Por lo tanto, crece huérfano de padre, si bien pronto su abuelo Fadrique, II duque de Alba, lo toma bajo su amparo y patrocinio.

Poco más se sabe de la infancia de Fernando Álvarez de Toledo. Ya de mozo tenía como preceptor a un fraile del que sólo se conoce su nombre, fray Severo.

Y ya en la adolescencia, Fadrique pondrá a su lado a uno de los humanistas más destacados de aquella España de principios del reinado de Carlos V: el Boscán (Juan Boscán y Almogáver), que ayudaría a completar su formación como heredero de uno de los linajes más destacados de la España imperial. Además, con Boscán le vino al futuro Gran Duque su amistad con Garcilaso de la Vega. Se sabe que por esos años Garcilaso pasaría temporadas como huésped del palacio ducal de Alba de Tormes, de lo que queda testimonio en la propia obra poética de Garcilaso. Esas dos amistades, la de Boscán y la de Garcilaso, permiten suponer que Fernando Álvarez de Toledo se convirtió en el perfecto joven cortesano, conforme a las directrices marcadas por un libro que entonces era el más leído en los círculos de la alta nobleza, El cortesano, de Baltasar de Castiglione; obra que precisamente había traducido del italiano el mismo Boscán.

Pero también hay que destacar la pronta inclinación a las armas del futuro Gran Duque, hasta el punto de aprenderse de memoria un tratado sobre la estrategia militar que venía de la antigüedad: la obra De re militari de Vejecio, un escritor de la Roma antigua.

Y también dio pronto muestras de esa afición militar, así como de su patriotismo, cuando al tener noticia de la invasión del País Vasco por el ejército de Francisco I de Francia, que había puesto riguroso cerco a la plaza de Fuenterrabía en el año de 1524, Fernando Álvarez de Toledo acudió a su defensa cuando sólo tenía diecisiete años; lo que produjo la cólera de su abuelo Fadrique, temeroso de perder a su nieto tal como había perdido a su hijo primogénito García, pero con gran satisfacción del gran emperador Carlos V, que le honró en aquella ocasión nombrándole corregidor de la plaza sitiada, pese a su juventud.

Poco se sabe de su lance amoroso del futuro Gran Duque. Él, que se había mostrado tan valiente en el campo de batalla, parecía que era capaz de afrontar también otros combates, y en este caso los amorosos.

De hecho, se sabe que por aquellas fechas tuvo un hijo natural de una hermosa pero humilde muchacha de Piedrahíta, la hija del molinero. Y ese hijo, Hernando, será criado en la casa ducal de Alba de Tormes como un miembro más de aquella familia. Pero, acaso por ello, su abuelo Fadrique decide la pronta boda de aquel fogoso muchacho. Y así se casaría el 27 de abril de 1529, cuando contaba veintiún años, con su prima carnal María Enríquez.

Eran frecuentes, en aquella época, los enlaces entre familiares muy cercanos, por el afán de mantener el nivel del linaje. Y así, la novia escogida para Fernando Álvarez de Toledo fue aquella María Enríquez, hija del conde de Alba de Liste y de Leonor, hermana del fallecido García; por lo tanto, los novios eran primos carnales. Un matrimonio que tendría cuatro hijos: García, Beatriz, Fadrique y Diego. Una tropa infantil que crecería en la villa de Alba de Tormes, junto con su hermano natural Hernando, al que ya se ha aludido.

En 1531 moría Fadrique Álvarez de Toledo, y Fernando, su nieto, se convertía en el III duque de Alba.

Al poco, el emperador Carlos V, enfrascado entonces en la guerra contra el Turco, con vistas a la defensa de Viena, llama a su lado al ya flamante III duque de Alba. Comenzaba la brillante carrera como soldado de la España imperial del Gran Duque, bajo la sombra del emperador Carlos V.

En efecto, cuando Carlos V se vio en la necesidad de defender Viena, amenazada por Solimán el Magnífico, en 1532, quiso tener a su lado al nuevo representante de la casa ducal de Alba. Por desgracia para él, ya no puede contar con Fadrique, al que tanto apreciaba. Pero puesto que el nuevo duque Fernando, su nieto, ya había dado muestras de su valor en la lucha por Fuenterrabía, Carlos V quiere tenerlo a su lado. Y le llama con tanta urgencia que Fernando Álvarez de Toledo tiene que dejar el grueso de su comitiva para adelantarse a uña de caballo, cabalgando por la posta y llevando consigo tan sólo a uno de sus fieles seguidores: Garcilaso de la Vega. Los dos franquean los Pirineos en pleno invierno, con los montes cargados de nieve, atraviesan toda Francia y llegan a París, donde el duque cae enfermo. A poco, una vez recuperado, alcanza la ciudad de Ratisbona, donde Carlos V iba reuniendo su ejército, pero se vio apartado de su gran amigo Garcilaso, castigado por el Emperador, que lo desterró a una isla del Danubio; si bien, por intercesión de Fernando, el poeta vería cambiado su destierro por el de la Corte de Nápoles, gobernada entonces por el virrey Pedro de Toledo, tío del duque.

Y en cuanto a Fernando Álvarez de Toledo, se sabe que el Emperador le confió alguna misión arriesgada, para conseguir información de cómo preparaba el Turco su ofensiva sobre Viena. Como es sabido, Solimán el Magnífico acabó retirándose y el Emperador pudo entrar victorioso en Viena, liberando ya a la ciudad imperial de aquel formidable enemigo. Y de allí pasó a Bolonia, para entrevistarse con el papa Clemente VII, regresando en 1533 a España. En todo ese despliegue, tanto militar como diplomático, tuvo a su lado al nuevo joven duque de Alba.

Por lo tanto, a fines de 1533 el Gran Duque está de nuevo en su villa ducal de Alba de Tormes, donde puede reunirse con su mujer, la duquesa María Enríquez y con sus hijos. Un amoroso reencuentro que tendrá su feliz fruto, de modo que en 1534 nace una hija, Beatriz, que venía a recordar así con su nombre a la madre del duque.

1534 sería un año tranquilo. Pero pronto el panorama internacional cambiaría. En este caso, porque Barbarroja, el almirante del imperio turco que operaba desde Argel, había hecho una audaz incursión sobre Túnez, apoderándose de aquel reino. Y desde Túnez amenazaba constantemente las costas italianas, robando, saqueando y poniendo espanto en la misma Roma.

Era algo que el emperador Carlos V no podía consentir, máxime cuando el depuesto rey de Túnez era su aliado. De forma que en 1535 el César aprestó un formidable ejército y toda su armada en Barcelona, reforzada por otras naves de la cristiandad, entre ellas las que le envió su cuñado y amigo Juan III, rey de Portugal. Y Carlos V volvió a llamar otra vez a lo mejor de la nobleza castellana, para que combatieran codo con codo bajo su mandato. Y entre esos nobles castellanos, como el más destacado, el duque de Alba.

Y de ese modo, en el verano de 1535, Fernando Álvarez de Toledo, acompañado de su hermano Bernardino, se incorporó al ejército imperial y luchó en el reino de Túnez, asaltando con las tropas imperiales la fortaleza de La Goleta y entrando en la propia capital tunecina.

Ya en esa ocasión el duque de Alba destacó como uno de los principales capitanes del ejército imperial, teniendo la fortuna de poder recuperar en aquellos combates la armadura que veinticinco años antes había perdido, junto con la vida, su padre García.

Siempre acompañando al Emperador, el duque de Alba pasó de Túnez a Sicilia, donde tuvo la desgracia de ver enfermar de muerte a su hermano Bernardino.

En 1536 entró en Roma al lado del César. Y en ese mismo año, siempre militando en el ejército imperial, cruzó Italia, atravesó los Alpes y entró en la Provenza para combatir a Francisco I, rey de Francia. El objetivo del César era la toma de Marsella para castigar al rey francés que se había aliado con Turquía y con Barbarroja, con gran indignación de casi toda la cristiandad.

Pero la práctica bélica seguida por los franceses de tierra quemada entorpecería el avance imperial, obligándole a una retirada, de nuevo a Italia, retirada en la que el duque de Alba vería morir a su gran amigo Garcilaso de la Vega. De modo que, con la doble tristeza del descalabro sufrido y de la pérdida de aquellos dos seres queridos (Bernardino, su hermano, y Garcilaso, su amigo) Fernando Álvarez de Toledo regresa a España en las Navidades de 1536 para buscar de nuevo el refugio familiar de Alba de Tormes, y la entrega de su mujer María Enríquez trae un alivio a sus fatigas y, claro está, también le dará un nuevo hijo, Fadrique.

Pero será en la década de los cuarenta cuando el duque de Alba afianza su protagonismo en la Corte Imperial. Ya, con ocasión de la empresa sobre Argel, en 1541, el Emperador le encarga la organización de todos los efectivos militares que habían de salir de España, con los que el duque se incorpora al ejército imperial; sufre, pues, junto con el César los peligros de aquella campaña tan desastrosa.

De regreso a España, el Emperador tiene que afrontar una ofensiva francesa, centrada sobre todo en la frontera catalana. Y Carlos V encomienda al Gran Duque la defensa de toda la frontera pirenaica con Francia y en particular la de Cataluña; fueron famosas entonces las instrucciones dadas por Fernando Álvarez de Toledo para dejar bien asistidas plazas tan importantes como Pamplona. Además logró rechazar por completo el ataque francés sobre la frontera catalana y concretamente el asedio en que pusieron a la plaza de Salses. En esa ocasión, ya el duque de Alba es nombrado por Carlos V capitán general del ejército imperial.

En 1543, y con motivo de la ausencia del César, que se había visto obligado a presentarse en el imperio para combatir al duque de Cléves, el protagonismo del duque de Alba en la Corte del príncipe Felipe fue aún más destacado. El Emperador le nombró consejero para los asuntos de la milicia y dejó en sus manos la organización de la boda de Felipe II con su primera esposa María Manuela de Portugal; boda realizada en Salamanca en el otoño de aquel año y de la que los duques de Alba fueron padrinos.

La carrera militar y cortesana del Gran Duque, en la época imperial, culminó a finales de los años cuarenta cuando el César le llama a su lado, para la preparación de la guerra contra la poderosa liga alemana de los príncipes protestantes (Liga de Schmalkalden).

Como capitán general del Ejército imperial, el Gran Duque afronta la doble campaña en tierras alemanas de los años 1546 y 1547. Puede decirse que el éxito de aquellos años fue debido al talento militar del duque, que supo esquivar una batalla campal contra los príncipes alemanes en el primer año de 1546, dada la superioridad de efectivos humanos y bélicos del ejército protestante; mientras que suya fue la dirección de la decisiva campaña de la primavera de 1547, culminada en la brillante victoria de Mühlberg.

Aplastante victoria sobre el ejército protestante alemán, sin sufrir apenas bajas y consiguiendo un formidable botín de guerra, con la prisión además del príncipe elector Juan Federico de Sajonia, que mandaba las tropas protestantes. Una victoria tan brillante que el Gran Duque querría dejar conmemorada, como recuerdo para la posteridad, en los murales que mandó pintar en su torreón del palacio ducal de Alba de Tormes, donde todavía se pueden admirar.

Al final de aquella victoria, el César encargó al Gran Duque una delicada misión: le nombró mayordomo mayor de la Corte del príncipe Felipe, su hijo, y le envió a España con el encargo de transformar la etiqueta palaciega al uso de la Corte borgoñona. Y además de acompañar al príncipe como su principal asesor en aquel cargo de mayordomo mayor, en el viaje que el príncipe había de llevar a cabo por las tierras de Italia, Austria, Alemania y los Países Bajos hasta encontrarse con el Emperador. Fue un acontecimiento espectacular del que estuvieron pendientes todas las Cortes de la cristiandad y que se prolongó de 1548 a 1551.

De regreso a España, el duque de Alba, tras tantos años de ausencia, se refugia de nuevo en su villa ducal de Alba de Tormes con su mujer María Enríquez y sus cuatro hijos, pues ya le había nacido Diego en 1542, si bien, coincidiendo con su viaje al Imperio, había sufrido la desgracia de la muerte del primogénito García.

Cuando sobreviene la crisis imperial de 1552, con la traición del príncipe elector Mauricio de Sajonia, que estuvo a punto de coger prisionero al propio Emperador, el duque de Alba no duda un momento en ir a socorrer al César, asistiéndole en la contraofensiva llevada a cabo por Carlos V para recuperar la plaza de Metz que le había sido arrebatada por Enrique II de Francia. Un duro asedio en el que el ejército imperial sufre un descalabro, en gran parte debido a la mala salud del César, postrado día tras día en el lecho por un tremendo ataque de gota. La imposibilidad de llevar directamente aquella campaña, por la inmovilización del Ejército imperial debido a la enfermedad de Carlos V, fue ya un duro revés que empañó el prestigio militar del Gran Duque. Fue entonces cuando se produjo un distanciamiento con el Emperador, pese a que el duque se mantuvo a su lado todavía a lo largo de aquel año.

De regreso a España, poco le iba a durar el descanso a Fernando Álvarez de Toledo. En 1554, las bodas de Felipe II con María Tudor de Inglaterra obligan al Gran Duque a dejar una vez más su retiro de Alba de Tormes para acompañar al príncipe-rey en su viaje a Inglaterra; cosa que hará acompañado de su esposa María Enríquez.

En 1556, la gran coalición de las Cortes de París y de Roma contra Felipe II y la amenaza que sobreviene sobre los dominios españoles en Italia, obligan a Felipe II a designar al Gran Duque como el capitán general de todas las fuerzas que tenía en Italia, para que pudiera salvaguardar aquellos Estados de la doble ofensiva pontificia y francesa. Antes de tomar posesión de su nuevo cargo, el duque de Alba reverencia al Emperador, todavía en Bruselas, teniendo con él su última entrevista, en la que aprovecha para decirle lisa y llanamente los muchos agravios que últimamente había sufrido de la Corte imperial, y de los que se hace eco en su correspondencia a la Corte de Felipe II.

Pero esos agravios no impiden al Gran Duque llevar cabo, y de modo brillante, la misión que le había sido encomendada: la defensa tanto del Milanesado como del reino de Nápoles. Es más, no sólo rechaza al ejército francés mandado por el mejor soldado que entonces tenía Francia, el duque de Guisa, sino que además de conservar intacto todo el reino de Nápoles, logra presentarse amenazador con sus temibles tercios viejos ante la propia Roma, donde el belicoso papa Paulo IV parecía una amenaza. Allí demostró el duque de Alba que no sólo era el primer soldado de su tiempo, sino que además podía convertirse en un gran diplomático, hasta el punto de aceptar una invitación del Papa, acudiendo desarmado y dejando atrás su poderoso ejército para presentarse en Roma acompañado sólo de algunos fieles seguidores. Era renunciar a un acto de fuerza, al asalto de Roma y a dejar las armas para emplear las negociaciones diplomáticas.

Asume el riesgo de caer prisionero del que se había mostrado enemigo de Felipe II, pero consigue sorprendentemente que Paulo IV se convierta de adversario en amigo, firmando así unas honorables paces con el Vaticano. Y tal fue el éxito del Gran Duque en aquella nueva faceta suya de diplomático que el propio papa Paulo IV le concedió la Rosa de Oro para su mujer, la duquesa María Enríquez.

Sin duda el éxito del duque de Alba lleva a Felipe II a llamarle a su lado y a encomendarle una nueva misión: que se integrase en el equipo diplomático que había de firmar las paces con Francia en 1559. La Paz de Cateau-Cambrésis fue tan importante, que dio a España el predominio sobre Italia durante todo el siglo xvi. Con motivo de esa paz el duque de Alba permaneció varios meses en la Corte de París, requerido tanto por el rey Enrique II como después de su muerte por la reina regente Catalina de Médicis, para afianzar la amistad entre las dos monarquías que les permitiera imponer su ley sobre el resto de la cristiandad.

A su regreso a España, y siempre con su cargo de mayordomo mayor de palacio, residirá el Gran Duque con su mujer María Enríquez en la Corte de Madrid.

De hecho, sería la duquesa quien impondría la nota de gravedad y mayor severidad en aquella Corte en la que la Reina era aún una chiquilla, de hecho una adolescente, en aquellos años de 1560 a 1565; y donde la inquietante princesa de Éboli ponía también una nota de excesivo atrevimiento y soltura.

De ese modo, cuando Felipe II tiene que mandar a su esposa, la reina Isabel de Valois, a las Vistas de Bayona para entrevistarse con su madre la reina Catalina de Médicis y con el nuevo rey de Francia, Carlos IX, Felipe II encargará al Gran Duque la difícil tarea de acompañar a Isabel de Valois como el personaje más destacado del séquito que lleva consigo la joven Reina. Sin duda, el hecho de sus anteriores éxitos diplomáticos y de su probada lealtad a la Corona, así como la ventaja del dominio que tenía de la lengua francesa, lo que le permitía negociar directamente con todos lo miembros de la Corte parisina, hacían del Gran Duque el personaje ideal para llevar a buen fin el resultado de aquellas comprometidas Vistas de Bayona.

Eso fue en 1565. Y el notorio éxito de aquella operación diplomática puede decirse que supone la culminación de la carrera cortesana del Gran Duque, tanto bajo el punto de vista de ser la primera espada de la Monarquía como de ser también uno de los mejores diplomáticos con los que podía contar el rey Felipe.

A poco, los graves sucesos ocurridos en los Países Bajos iban a cambiar aquel curso de cosas. En el verano de 1566 llega a la Corte de Felipe II una noticia alarmante: los rebeldes calvinistas de los Países Bajos habían asaltado varias iglesias, profanando los templos y provocando graves desórdenes. Al punto, Felipe II reunió a sus consejeros y se tomó una decisión: la represión severa de los amotinados y se encomendó dicha misión al Gran Duque, que debía ir al frente de los tercios viejos.

El plan tenía dos partes: la primera, la severa represión a cargo del duque; la segunda, la de un perdón general concedido por el Rey, que a tal efecto debía trasladarse a los Países Bajos. Fue un plan bien recibido por casi todos los miembros del Consejo de Estado. El duque de Alba creía que era el que pedían aquellas circunstancias, porque dejar sin castigo tal alzamiento era un precedente peligrosísimo para el Imperio. Y aunque le acongojaba el tener que llevarlo a cabo, entendía que era su obligación y lo aceptó. A su vez, sus rivales en la Corte, aunque algunos fueran partidarios de otros métodos más suaves de resolver el conflicto, en todo caso, vieron con agrado la marcha del duque que suponía que estuviera alejado de la Corte durante un tiempo. En la primavera de 1567 el duque de Alba embarcó en Cartagena, rumbo a Génova, para desde allí seguir por tierra su viaje hasta Bruselas.

Fue una operación militar que asombró a Europa entera. Siempre al frente de sus tercios viejos, el duque dirigió aquella expedición guerrera bordeando la frontera de Francia, siempre a sus jornadas precisas, y con un estricto control de sus tropas, para que no abusasen de las poblaciones por las que pasaban. El 22 de agosto hizo su entrada en Bruselas, donde tenía su Corte Margarita de Parma, la hermana del Rey y gobernadora de los Países bajos. Aunque Felipe II no había ordenado el cese en el Gobierno de su hermana, las atribuciones del duque eran tan amplias que prácticamente dejaban a la gobernadora fuera de juego.

Ofendida Margarita de Parma, pidió al Rey su cese y se retiró a sus dominios en Italia. Aquel mismo año el duque metía en prisión a los condes de Egmont y Horn, acusados de complicidad con los rebeldes. Y al año siguiente, el 5 de junio de 1568, los condes eran ejecutados en la Grand Place de Bruselas. Un Tribunal de los Tumultos, presidido por el mismo duque, llevaría a cabo una dura represión sobre miles de inculpados (aunque las cifras exactas son difíciles de precisar, en todo caso no bajarían de seis mil los sentenciados).

El duque de Alba tuvo que combatir también, con las armas en la mano, contra la principal figura de la nobleza flamenca, el príncipe de Orange, a quien derrotó en campo abierto con suma facilidad. Todo parecía bajo control y el duque podía recibir las felicitaciones no sólo de su Rey sino también del papa san Pío V. Pero aquel panorama tan halagüeño se fue torciendo. Felipe II no cumplió la segunda parte del plan, de presentarse en Bruselas para conceder el perdón general, lo que hubiera permitido al duque de Alba retirarse victorioso a su refugio de Alba de Tormes.

Pero no fue así. El Rey jamás regresó a los Países Bajos, y el duque de Alba tuvo que prolongar su gobierno en aquellas lejanas tierras, cada vez más hostiles, hasta 1573. Y a partir de 1571 con todas aquellas tierras en franca rebelión, llegó el momento en que se pudo decir que el duque apenas si domina la tierra que pisaba. Al fin, dolorido y despechado, el duque de Alba regresó a España en 1573.

Poco tiempo duró su reposo en Alba de Tormes.

Un fastidioso asunto le haría caer en desgracia con el Rey. Pues su hijo Fadrique, que había dado palabra de matrimonio a una dama de la Corte, Magdalena de Guzmán, se casó con María de Toledo sin la licencia regia, tal como se estilaba entonces; lo cual indignó a Felipe II que confinó a Fadrique en un castillo.

El propio Gran Duque se vería también confinado en el castillo de Uceda, por orden del Rey.

La avanzada edad del duque, cercano ya a los setenta años, y su precario estado de salud hacían temer que aquella desgracia cortesana acabase con sus días.

Sin embargo, un suceso inesperado lo alteró todo. Ya en 1576 el Rey le llamó a la Corte para que estuviera presente en la entrevista que Felipe II tuvo en el monasterio de Guadalupe con el rey Sebastián de Portugal; se trataba de que el duque de Alba aceptase acompañar al rey portugués en su empresa contra Marruecos, pero sólo a título de asesor militar; oferta que el duque rechazó altivamente: únicamente si se le daba el mando de general en jefe, aceptaría la propuesta; lo cual volvió a provocar la cólera de Felipe II. Pero las cartas ya estaban echadas. Dos años después, la muerte del rey Sebastián en la desafortunada empresa de Marruecos abría el camino de la sucesión al reino de Portugal. Felipe II era el pretendiente que tenía mejores derechos, pero el cruce de otro pretendiente, el portugués Antonio, el prior de Crato, le obligó a entrar en Portugal con las armas en la mano, para hacer buenos sus derechos. ¿Y a quién elegir para dirigir los tercios viejos castellanos? Sólo había un hombre, pese a sus años y pese a la desgracia que entonces había caído en la Corte: el Gran Duque de Alba. Y de ese modo, en la primavera de 1580, Fernando Álvarez de Toledo salía de su confinamiento del castillo de Uceda y se incorporaba al ejército real que se concentraba en Badajoz para invadir Portugal.

Fue una empresa relativamente fácil, casi una Blitzkrieg, esto es, una guerra relampago. A mediados de julio el duque de Alba entraba al frente de los tercios viejos en Portugal. Un mes después tomaba Setúbal y el 25 de agosto la propia Lisboa, dejando para su lugarteniente, Sancho Dávila, el resto de la ocupación del reino, lo que haría ese mismo otoño con la ocupación de Coimbra y de Oporto. El Gran Duque pidió entonces permiso al Rey para retirarse, pese a sus años, había cumplido victoriosamente con aquel último mandato regio: la conquista de Portugal. Pero el Rey no le concedió la licencia pedida pese a la grave enfermedad que aquejaba al duque.

De ese modo, el duque de Alba acabaría sus días en Lisboa el 12 de diciembre de 1582, confortado por la asistencia espiritual de fray Luis de Granada, quien escribiría a la duquesa, María Enríquez, dándole cuenta de sus últimos momentos y cómo el duque al conocer su próximo final, medio se incorporó en su lecho de muerte dando una gran voz: “¡Vamos!”. Y ése fue el final del Gran Duque Alba, Fernando Álvarez de Toledo.

Hoy, después de varios traslados, está enterrado en una capilla semiabandonada de la iglesia de San Esteban de Salamanca.

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Los Presidios Españoles de la Frontera del Virreinato – Los Dragones de Cuera.

Presidios Españoles en la Frontera del Virreinato – Los Dragones de Cuera.

Los Dragones eran unidades de caballería, que además combatían muy bien a pie, podían hacer cualquiera de las dos cosas y por eso los terminaron llamando Dragones.

Se extendieron por toda la frontera: Tejas, Nuevo México, Alta California, Lousiana, Baja California, hasta Florida.

Es muy curioso que en su momento de mayor esplendor solamente fueron 1500 unidades y tenían que defender una frontera de 6.000 km.

También era bastante curiosa su vestimenta. Los colores que tenían estos dragones de Cuera y las armas que podían utilizar, incluso el nombre dragón de Cuera viene precisamente de esa vestimenta. Era muy particular sobre todo con los colores rojos y azules sobre los que destacaba un sombrero que les hacía muy reconocibles. También destacaba una especie de coraza de cuero que llevaban. Pero sin duda, lo más representativo era ese sombrero de picador.

En el servicio tenían una serie de condiciones que tenían que cumplir. Entre ellas estaban la de completar un ciclo de 10 años como mínimo. Además, todos los “Dragones de Cuera” eran voluntarios. Y la más importante: debían tener honor. Y tan importante era el honor que lo llevaban en una inscripción en sus espadas que decía: “No me saques sin razón. No me envaines sin honor”.

Estos bastiones se constituyeron durante la época virreinal en instrumento no solo de pacificación del territorio de su emplazamiento en una línea defensiva, sino en una estrategia para poblar los inmensos dominios semidesérticos del imperio español en el norte del virreinato.

Al inicio del siglo XVIII existían en la región norte de la Nueva España cuatro jurisdicciones de gobernador: Nuevo México, Nueva Vizcaya, Coahuila y el Nuevo Reino de León. La estabilidad de los nuevos asentamientos encontraba diversos inconvenientes, a los aspectos físicos, geográficos y climatológicos, se agregaba el ambiente de inseguridad propiciado por la llamada “guerra chichimeca”.

La invasión de sus territorios, la resistencia a someterse al dominio hispano, la dura vida en las congregas, su captura y explotación como esclavos pese a estar eliminada por la Corona de las practicas de conquista, entre otras razones, alentó frecuentes rebeliones de los indígenas o bien, aspiración a la supervivencia los mantuvo al acecho de haciendas y del tránsito de mercancías por sus tierras.

Debido a esta situación, las autoridades coloniales instauraron en la zona el sistema de presidios como lo había practicado desde el siglo XVI en el norte de a África contra los musulmanes. Esta medida dictada por el virrey Enríquez de Almanza, quien gobernó de 1568 a 1580, buscaba garantizar la seguridad de las rutas de misioneros, movimientos comerciales y comunicaciones de las poblaciones españolas con la frontera norteña.

Para ello dispuso la construcción de fortificaciones guarnecidas por soldados veteranos que se opusieran como barrera defensiva contra la incursión de los indios “barbaros”.

Los presidios generalmente consistían en baluartes en forma cuadrada o rectangular con muros de piedra o adobe (o una combinación de ambos). Siendo de unos 120 metros por lado y diez metros de altura, en algunos casos con pequeños salientes o torreones en sus esquinas para proteger sus flancos.

En su interior se abrió suficiente espacio para albergar caballada, almacén real, capilla y casas para oficiales, soldados y sus familias, formándose a sus alrededores un conglomerado de comerciantes, artesanos y algunos pobladores dedicados a la agricultura que dio origen al binomio presidio-villa. Bajo este concepto nacieron los presidios de Cerralvo y Cadereyta, villas fundadas por el gobernador Martin de Zavala en 1626 y 1637.

A raíz de una extensa rebelión de los indios amapoalas, icauras, ayancuaras y guaracatas que estuvieron por acabar con ambas villas entre 1650 y 1651, el gobernador solicito al monarca español, por conducto del virrey conde Alba de Liste, su establecimiento.

Autorizados el 14 de Junio de 1652, estos fueron sostenidos directamente por el soberano a través de los oficiales reales de Zacatecas, el primero con ocho soldados y el segundo con doce, con sus respectivos capitanes. Ambos puestos resultaron vitales para la seguridad y conservación del reino, así como para la guarda y custodia de la frontera de la Nueva España por ser los indios que habitaban la comarca, especialmente los de las naciones de la Nueva Vizcaya, “muy belicosos y atrevidos”.

Garantizaron el tránsito de los mercaderes desde la ciudad de México, el transporte de grandes cantidades de plomo que salían del reino a los reales, de minas de Zacatecas y Sombrerete en sustitución de azogue para la producción de plata, así como la crianza de ganado que las haciendas de ovejas de la Nueva España enviaban a “agostar” a estas tierras.

Por ello, Zavala consideraba que los presidios evitaron no solo la ruina del reino, sino de toda la Nueva España al frenar que “se desatasen los belicosos y mal inclinados bárbaros como una impetuosa avenida”.

Un testigo reconocía que “mediante la buena custodia que hacen de noche y de día no se atreven los muchos indios a que hay en sus contornos a hacer invasiones”.

El marqués de Mancera disponía en 1664 que los presidiales fueran “bien disciplinados en las materias militares”. El caso de Juan de Estrada, designado alférez en el presidio de la villa de Cadereyta, es ilustrativo de estas cualidades.

Fue de los primeros pobladores de la villa, había participado como soldado en todas las acciones de guerra, concurrido a las “entradas” realizadas por el capitán Alonso de León y servido en el puesto de San Juan de Ulúa. El mismo De León ocupo más de nueve años el cargo de capitán de dicho presidio “y estos servicios están declarados por Su Majestad por de guerra viva”.

Zavala, quien falleció en 1664, pidió al monarca a través de su testamento seguir sosteniendo los dos presidios. Estos continuaron al encargarse de proteger las misiones franciscanas ubicadas años mas tarde en sus alrededores.

De esta forma el de Cerralvo custodiaba anualmente con doce hombres y dos más de cada estancia el área de San Antonio de los Llanos y comarcas aledañas en resguardo de la riqueza ganadera y protección de la villa de Linares asediada por los indios entre 1673 y 1689. A esto vino a añadirse en 1701 le presidio de San Pedro de la Boca de Leones por orden del virrey debido al flujo de poblaciones atraída por la bonanza minera descubierta en la zona.

Su compañía volante de treinta hombres actuaba en combinación con los soldados del presidio de Santiago de la Monclova, fundado en 1689, en la defensa de las nuevas misiones en Coahuila y la protección del camino hacia Texas, amenazado por los franceses. Esta necesaria movilidad de los soldados inclino la preponderancia hacia las milicias y fue uno de los factores que hizo disminuir la dotación de los presidios. Por ejemplo, en el presidio de Cadereyta había en 1724 solo 8 de las doce plazas con que se creó.

Bastión de Corruptelas.
Para ese entonces estaban emplazados en la Nueva España veinticinco presidios desde Santa Fe en Nuevo México hasta La Bahía, en Texas, con un total de 905 hombres que costaban a la real hacienda cerca de medio millón de pesos. De estos, diez mil quinientos anuales implicaban sostener los de Cerralvo y Cadereyta, aparte del destacamento establecido en Monterrey.

Pedro de Rivera, brigadier de los ejércitos reales, al inspeccionar los presidios del norte de la Nueva España, incluyendo los del Nuevo Reino de León, a donde llego en 1724, advirtió la omisión de disposiciones oficiales. Los presidios no carecían de dinero, la capitanía general puso especial cuidado en el envió de subsidios, comestibles, pólvora y armas, así como de los sueldos a través de las cajas reales; el problema era la corrupción de sus comandantes.

A raíz de su reporte el virrey Juan de Acuña marques de la Casa Fuerte, emitió en 1729 un reglamento tratando con poco éxito de acabar esta situación.

Fuera de la “línea”.
El fin de la Guerra de los Siete Años en 1764 que situó a Inglaterra frente a España en la disputa por la hegemonía de los dominios americanos, obligo a la Corona a robustecer las defensas de sus territorios más septentrionales.
Instruido en agosto de 1765, el marqués de Rubí salió con los ingenieros Nicolás de Lafora y José de Urrutia, reconocido cartógrafo, a inspeccionar y poner en estado defensivo los presidios.

Luego de recorrer desde el golfo de California a Luisiana, en su camino de regreso de San Antonio de Bejar llegaron al Nuevo Reino de León donde, al prescindir de la utilidad meramente legal que tenían, decidieron eliminar los presidios de Cerralvo y Cadereyta dejando mejor fortificada Monterrey. Rubí justificaba la extinción de las incursiones de los barbaros que desde la mesa de Catujanos se introducían hasta los parajes de Rinconada y Los Muertos por la sierra de Baluarte, Candela, Punta de Lampazos y la cordillera que dividía la provincia de Lampazos con Coahuila.

“El Nuevo Reino de León se halla bien desembarazado de enemigos –escribió el virrey-. Hoy se vive con la mayor tranquilidad en este país”. Pero la razón principal respondió al nuevo entorno geoestratégico de los imperios enemigos. La adquisición de la Luisiana francesa traslado la amenaza de los colonizadores ingleses estaba más cerca. Cadereyta y Cerralvo quedaban comprendidos en la latitud 26 que desde San Juan Bautista del Rio Grande seguía al sureste hasta Santander, la cual Rubí sugirió abandonar para subir la línea de defensa a la latitud 30 hasta la desembocadura del rio Guadalupe.

“Esta provincia –añadía- no necesita ya mas resguardo que el que se le ha prevenido en la defensa del rio del Norte, mucho más avanzado”.
Con la supresión de los presidios texanos de Adáis y Amarillos, la seguridad de las poblaciones de Coahuila, Nuevo Reino de León y Santander quedaba a cargo del presidio de San Antonio de Bejar.

Por ello debía ser reforzado su villa con población y el presidio con plazas de elementos sobrantes de San Sabá, la totalidad del presidio de Adáis y la compañía de Orcoquizac, además de un destacamento de veinte hombres al mando de un oficial pagados por las cajas reales de San Luis Potosí.
A ello se sumaba el adelanto del presidio de San Juan Bautista del Rio Grande, a orillas del Bravo, para acortar distancia con San Antonio.

Con estos informes el Rey Carlos III dispuso en 1772 un cordón defensivo a lo largo de la frontera con quince presidios comunicados entre sí, ubicados a distancias iguales, cuarenta leguas uno de otro, en los mismos treinta grados de la latitud norte usando el rio Bravo como lindero. A la vez, el gobernador del reino realizo en 1773 las reformas en la compañía de caballería del presidio de Monterrey y observo el establecimiento de salvaguardas en las misiones de su distrito.

La nueva distribución de los presidios contribuyo de alguna manera a liberar un amplio territorio sobre el que se establecieron nuevas poblaciones en el reino y facilito la colonización del valle bajo del rio Bravo, es decir, el Nuevo Santander. Además amplio las rutas desde Querétaro hacia las nuevas misiones del Nuevo Reino de León hasta el Rio Grande y, por el oriente, hacia las villas de Nuevo Santander.

Sin embargo no fue suficiente para desalentar los ataques de los indios en estas provincias ni el establecimiento en 1776 de la Comandancia General de las Provincias Internas del Norte que reforzó la presencia de los presidios por medio de compañías volantes den sitios como la punta de Lampazos, solicitada en 1782.

La cuestión de los indios no tenía para las autoridades más que dos salidas. El informe que el juez de residencia Diego José de Serrano escribió en 1796 al primer ministro Manuel Godoy sobre la pérdida de vidas y haciendas en el Nuevo Reino de León, es significativamente de este pensamiento:

“Se apoderaran de Nueva España si alargando la vista a lo posible no se ocurre a su rendición o exterminio.

Estos habitantes de la zona desértica y montañosa de la región norte estaban criados bajo el constante peligro de los indios, expuestos al extremoso clima y acostumbrados a grandes jornadas y fatigas, aspectos fundamentales para el combate y la supervivencia. Eran excelentes tiradores y jinetes en desiertos y veredas “que nadie entiende ni conoce como ellos”.

Extraordinariamente sobrios, en su caballo llevaban consigo las provisiones necesarias para no morir de hambre en la excursión, pero cuando las agotaban eran buenos cazadores. Cautos contra toda asechanza, sabían distinguir toda clase de huellas y los días de su impresión, las señas y humaredas que servían de medios de inteligencia a los indios, las señales del tiempo, el cambio de temperatura y horas de la noche por el curso de las estrellas. Además del valor, pericia militar, actitud y honor, el reglamento de 1772 señalaba para el caso de los sargentos “que sepan leer y escribir”.

Uniforme.
Constaba de una chupa corte de tripe o paño azul con una pequeña vuelta y collarín encarnado, calzón de tripe azul, capa de paño del mismo color, cartuchera, cuera que contaba con siete capas de gamuza cosidas muy resistentes a las flechas de los indios, aparte de facilitarles sus movimientos. Además, bandoleras de gamuza y en ella bordado el nombre del presidio para distinguirse unos de otros, corbatín negro, sombrero, zapatos y botines.

Armamento.
Durante el siglo XVIII y parte del siglo XIX utilizaron escopetas, espadas anchas de caballería, lanzas, adargas (un escudo en forma de dos círculos traslapados fabricado de piel) pistola con sus correspondiente repuesto; además debía contar con seis caballos y una mula de plaza, silla de vaqueta. Siendo un equipo muy pesado, posteriormente usaron fusil o carabina, sable, pero no pistola y tampoco lanza que resultaba embarazosa en bosques y chaparrales.

Autor: Máximo González Palacios Franco

Cardenal Cisneros

Francisco Gonzalo Jiménez de Cisneros.
Cardenal Cisneros.

Torrelaguna (Madrid), c. 1436 – Roa (Burgos), 8.XI.1517. Franciscano (OFM), cardenalarzobispo de Toledo, inquisidor general, mecenas y político regente.

Nació, según los mejores cálculos, en 1436 en la villa madrileña de Torrelaguna, perteneciente al arciprestazgo de Uceda, de una familia de pequeños comerciantes compuesta por Alfonso Jiménez, regidor de la villa, y Marina de la Torre, nacida en una familia de albergueros y rentistas de cierta notoriedad en la comarca.

Como algunos españoles de su tiempo, tenía cierto abolengo que expresaba en sus apellidos: el patronímico Jiménez, que aludía a raíces vascongadas, y el topónimo Cisneros. Éste aludía a la villa de Cisneros, en la palentina Tierra de Campos, en donde quedaba memoria de sus antepasados Gonzalo, Juan y Toribio (desde la segunda mitad del siglo XIV) y tenían protagonismo en los días del cardenal dos estirpes, los García de Cisneros y los Rodríguez de Cisneros.

Estas familias mantenían con calor su relación y en la vida pública de Cisneros reaparecerán sus vástagos con cierta intensidad, sobre todo el gran reformador benedictino y abad de Montserrat, fray García de Cisneros y el doctor Antonio Rodríguez de Cisneros, vicario general de Toledo. La estirpe tenía orgullo sobre su abolengo y en las iglesias de San Pedro y San Lorenzo de Cisneros estableció sus enterramientos y sus memorias funerarias.

En Torrelaguna discurrió su infancia, en una casona con mesón de huéspedes, en una familia numerosa y emprendedora que engrandeció los apellidos La Torre y Huertos. En familia caminó Gonzalo al lado de sus dos hermanos menores Bernardino y Juan, el primero fogoso de carácter y extremoso en gestos; el segundo tranquilo y acaso algo apocado. El niño Gonzalo Jiménez, soñador y aventurero, dejó paso al estudiante. Durante los años 1450-1460, Gonzalo, a sus catorce años, marchó a la Universidad de Salamanca para ser legista.

Pasaron tres años de rutina que remataron con el título de bachiller en Decretos. Hacia 1456 inició la segunda etapa de sus estudios, ahora centrados en el Derecho Justinianeo. Gonzalo repartía su tiempo en sus tareas de profesor auxiliar en una cátedra cursoria de vulgarización y resumen y sus estudios. Pero acaso en este segundo momento académico, de tanta dedicación, murió en Gonzalo el jurista y nació, entre brumas de utopías, el teólogo.

Hacia 1460 el voluntarioso bachiller Gonzalo regresó a su tierra de Torrelaguna, dispuesto a conquistar puestos y dinero. Gonzalo optó por lo más difícil: promovió en Roma una causa por irregularidades canónicas contra el arcipreste de Uceda, García de Guaza, que fue depuesto, y le sucedió en la silla arciprestal. Y se sintió grande, complaciéndose en su título “el honrado Gonzalo Jiménez de Cisneros, Bachiller en Decretos y Arcipreste de Uceda”. Era un desafío que el arzobispo Carrillo no toleraba y propinó al altivo arcipreste de Uceda unos meses de cárcel. Pero el bachiller Gonzalo no desmayó y terminó instalándose en Sigüenza.

En Sigüenza lo tuvo todo: entreno político en sintonía con los Mendoza, fautores de la nueva Monarquía de los Reyes Católicos; jerarquía eclesiástica en calidad de capellán mayor; competencias civiles en el ámbito señorial; experiencia confesional al lado de una importante comunidad de judíos y conversos; inquietud intelectual en comunión espiritual con Juan López de Medina, fundador de la nueva Universidad de San Antonio de Portaceli; aprendizaje de mecenas cultural al lado del cardenal Mendoza que estaba realizando sus grandes fundaciones. Había llegado ya la década de 1480 y el bachiller Gonzalo podía jactarse de ser uno de los clérigos ricos de la Iglesia de Castilla.

En el otoño de 1484 estalló un volcán en el ánimo del prebendado seguntino. De repente se acordó del eremitorio de La Cabrera, que tanto atraía a su familia y donde se enterrará su padre y decidió que se haría ermitaño, pero no en su casa de La Cabrera, sino en otra más recóndita: La Salceda, el nido espiritual del reformador fray Pedro de Villacreces.

Se escondió de todo y de todos: cambió su nombre por el de Francisco, renunció a sus bienes, asumió la disciplina de los oratorios villacrecianos, hecha de soledad meditativa y de oración afectiva, y se encerró en el anonimato. Fueron diez años de paz turbada a veces por imposiciones de los superiores, que le obligaban a ser guardián o superior de la casa y terminaron eligiéndole superior provincial de los franciscanos de Castilla en 1494, o por visitas de amigos, sobre todo de la casa de los Mendoza, que encontraron serenidad en su conversación. Eran “asechanzas del enemigo” que culminaron un día de 1492, nombrándole confesor de la reina Isabel, por sugerencia del omnipotente cardenal Mendoza.

Y así, camino siempre de unas cumbres que daban vértigo, hasta aquel día 20 de febrero de 1495 en que una bula pontificia de Alejandro VI le declaraba con cierta fatalidad religiosa arzobispo de Toledo. Fue un designio personal de la reina Isabel que esta vez quiso pasar por encima de los cálculos políticos y se fió tan sólo de su intuición.

En el designio de la Reina había una idea y un afán: la Reforma de la Iglesia. Creyó tener a la vista el reformador de la Iglesia y se vio reforzada en su convicción por algunos de sus más eminentes consejeros: el cardenal Bernardino López de Carvajal, Antonio de Fonseca, el doctor Hernando, Fernando Álvarez de Toledo. Los prebendados de Toledo no esperaban tener un fraile observante a su cabeza y mostraron su reticencia animosa durante un largo período. En los años 1495-1496 el arzobispo hizo una larga ronda de espera y paciencia hasta que se le abrieron con gozo las puertas de su nueva casa.

La fruta amarga de los rechazos maduró al fin y en septiembre de 1497 todo se revistió de alfombras en aquel Toledo de los bandos para acoger y aclamar al arzobispo ermitaño. Fray Francisco dejó atrás su alma de asceta y peregrino y se dispuso a pilotar aquel barco gigantesco que era la Iglesia de Toledo, modelo de las Iglesias de España y plataforma del poder señorial de Castilla.

En la mirada del arzobispo había dos puntos rojos que absorbían sus desvelos: Toledo y Alcalá. Toledo era el desafío permanente a los arzobispos: una nobleza en permanente banderío; un Cabildo obsesivo de su autonomía y grandeza y desconfiado hacia sus prelados; una catedral en permanente reconstrucción; una ciudad que pretendía ser casa de la Monarquía y sede de las Cortes del reino.

Alcalá era para los prelados la verdadera casa de campo. Pero para Carrillo, Mendoza y Cisneros era la Academia de la Iglesia de Toledo. Apenas se había puesto la primera piedra de ese gran sueño. En el corazón de Cisneros había llegado el día de Alcalá. Desde sus primeros meses episcopales, cuando no había logrado adentrarse en el Toledo de su título, ya se ocupaba de Alcalá.

Así sí se clamaba en toda la Cristiandad desde siglos, pero con cierta urgencia histérica en la etapa conciliar del siglo XV. A lo largo del siglo XV se habían constituido las congregaciones y vicariatos de Observancia en las principales órdenes religiosas españolas. Era la hora de que estos focos de renovación se consolidasen, se estructurasen en instituciones y absorbiesen definitivamente los restos conventuales de sus propias familias.

Al mismo tiempo parecía llegada la hora en que los monasterios femeninos abandonasen su estampa señorial y se convirtiesen en hogares fraternales en que se viviese enteramente la vida religiosa. Detrás vendría la atracción hacia grupos informales de beaterios y oratorios que adoptarían formas constitucionales más seguras. Fray Francisco creyó que este programa era posible y se situó a la cabeza de quienes lo impulsaban.

Tuvo éxitos indudables en su familia franciscana de Castilla que vio implantarse la Observancia como un nuevo Pentecostés. Vio con satisfacción cómo la Congregación benedictina de San Benito de Valladolid se asentaba lentamente en las grandes abadías peninsulares y que dominicos y agustinos reajustaban de urgencia sus cuadros conventua1es y provinciales. Pero hubo de persuadirse de que el proceso necesitaba más sedimentación y que sólo maduraría con decenios de silenciosas conquistas. Vio con asombro que no era la Reforma lo que se discutía en Roma, sino los proyectos de César Borja y los posibles matrimonios de Lucrecia Borja.

De sus demandas poco iba a quedar en pie, porque el Papa no estaba dispuesto a “reformar su casa”, sólo se mostraba generoso concediendo al toledano facultades para que reformase su propia iglesia y prosiguiera en su afán de reforma general. Se le autorizó a visitar a sus sufragáneos, a visitar las universidades y sobre todo a consumar la reforma en curso de las órdenes religiosas. Y se le dio una prueba de confianza mayor: una competencia privilegiada para proveer los beneficios de su Iglesia de Toledo para que pudiera realizar una selección de párrocos con miras a una aplicación de las Constituciones del Sínodo de Alcalá de 1497. Con ellos en la mano, podrá decir en adelante “éstos son mis poderes”.

En los años 1497-1499 Cisneros tomó el pulso a la realidad material de su señorío y de los templos de su Iglesia de Toledo. Se encontró con infinitas casonas viejas, inservibles, que había que reconvertir dándoles un destino útil.

En el complejo catedralicio toledano todo pedía reformas que respondieran al nuevo momento: en el claustro había que edificar aposentos donde hospedar a los numerosos visitantes que se acercasen, casi siempre para celebrar Cortes y en compañía de los Reyes, y el arzobispo no descansó hasta ver estos espacios acomodados en la primavera de 1497. Era apenas el primer paso para nuevas obras de envergadura en el ámbito catedralicio, en el que quedó como recuerdo eminente de Cisneros la Capilla Mozárabe. Los canteros y albañiles fueron llegando también a los demás recintos. Las obras gastaban rentas y dinero y el antiguo ermitaño hubo de hacer números.

En 1497 confeccionaba el primer instrumento económico para el gobierno temporal de su Iglesia: las Constituciones sinodales de rentas. En ellas se diseñaron las funciones de los oficiales: contadores mayores y menores, mayordomos y caseros. Y se marcaron los pasos sucesivos del hacimiento de rentas. En las cuentas de su gobierno episcopal quedó grabada para la posteridad esta faceta de administrador que resultaba sorprendente en fray Francisco.

En 1492 contempló asombrado el ultimátum real: o conversión o éxodo. Pensó que había que salvar sus textos y su saber religioso y soñó con su futura Biblia Políglota. Corrían los años y entró en el torbellino político a causa de su promoción arzobispal y se encontró con otro reto: el nuevo reino de Granada, que se incorporó a la Corona en 1492. Para Cisneros Granada era eminentemente compromiso toledano, como en su día lo fue el reino de Sevilla para el arzobispo Jiménez de Rada. Se esperaba una “conversión política” de las muchas que se habían realizado durante el proceso de la conquista: capitulaciones de conversión y castellanización.

Para Cisneros era un nuevo desafío personal: debía ir en persona a Granada y realizar el antiguo valimiento toledano en este nuevo reino. La cita tenía su momento: el otoño de 1499. No era sólo el arzobispo; era la Iglesia de Toledo la que se desplazaba a la ciudad de la Alhambra con letrados, capellanes y catequistas. No había objeciones de fondo: el capitán general, conde de Tendilla, debía favorecer esta conversión política; el arzobispo de Granada, fray Hernando de Talavera, sabía que con este gesto comenzaba la cristianización inicial, a la que debía seguir un proceso de consolidación y castellanización que exigiría tiempo y sudores.

Así llegó 1504, año de lutos. Doña Isabel atravesaba los meses de 1504 un tanto confinada en una casa de Medina del Campo, decaída y añorante. Tras “cien días continuos de gran enfermedad”, se sumió en una hidropesía delirante y murió, el 26 de noviembre de 1504. Pocos estaban a su lado y menos querían ser sus confidentes. El propio Cisneros estaba ausente, en Alcalá, y vivía este momento con dramatismo religioso. Creía que servía mejor a la Corona con su silencio. En esta niebla política encendió otras luces: reorganizó la misión de Indias y programó la nueva edición de la Biblia Políglota que tanto había soñado. Y sin duda perfiló los nuevos caminos de su idealidad política.

Se abrió 1505 como un haz de interrogantes. Don Fernando fue nombrado gobernador del reino de Castilla y administrador de las Indias y quiso ejercer. Don Felipe, por consorte de doña Juana, la Reina titular, era de hecho Rey de Castilla y no quería competidores ni sombras en el Trono. Aragón y Castilla habían vivido yuxtapuestos con sólo una cita común en la Corona de sus Reyes.

Las intrigas se agolparon a lo largo de 1505 y Cisneros se vio forzado a jugar de florentino: don Fernando logró confirmar sus pretensiones en la Concordia de Salamanca de 24 de noviembre de 1505 y en un nuevo acuerdo de 6 de enero de 1506 y aparentemente tenía a su lado, decidido, al arzobispo de Toledo. Cisneros se encontraba al lado de la Monarquía y no tanto de sus titulares. Tenía la suerte de que le necesitaran don Felipe y don Fernando y ninguno lo excluyó. Había atinado en su postura, porque lo que más se necesitaba era justamente arbitraje político.

Se evidenció en septiembre de 1506, cuando murió inesperadamente don Felipe y se hubo de pensar con disimulo en la vuelta de don Fernando. Desde el Consejo Real, el arzobispo de Toledo sacó adelante la causa, sorteando con sutileza infinitos escollos. En agosto de 1507 don Fernando volvió a pasearse por Castilla. Fray Francisco se había encumbrado en el teatro político. En España y en Roma. Don Fernando le gratificó con las encomiendas más difíciles, como la de inquisidor general, y pidió para él capelo cardenalicio.

El nuevo papa Julio II lo necesitaba como valedor en España y sobre todo en Italia, donde sus enemigos le hacían la guerra e intentaban un cisma. Así llegaron los momentos de apoteosis: el 17 de mayo de 1507 fue creado cardenal de Santa Balbina; el 5 de junio fue nombrado inquisidor general del Reino de Castilla, en sustitución de Diego de Deza, arzobispo de Sevilla y confesor real; el 13 de septiembre recibía solemnemente el capelo cardenalicio.

Cisneros era celebrado como el conquistador de Orán y esta conquista se le puso en su haber de genialidad y estrategia política. En realidad se trataba de una aventura religiosa: el sueño de una África hispana y cristiana que llegaría hasta la misma Palestina. Esta utopía nació en él por los años de 1505-1507 y era compartida por el rey don Manuel I de Portugal.

Se proyectaba una gran expedición que acabaría con los mamelucos de Egipto y aplastaría al Turco. La apadrinarían los reyes españoles, portugueses e ingleses. Sería la cruzada definitiva. Se desvaneció esta utopía, pero nació otra: la de una Berbería cristiana que comenzaría por los pequeños reinos y ciudades de la cercana costa argelina, Mazalquivir, Cazaza y Orán, que se ofrecían tentadoras. De hecho, cayeron a partir de 1505 en poder de conquistadores españoles que terminaron vinculándolas a la Corona de Castilla.

A la hora de idear un asalto a Orán, Cisneros quiso que la campaña fuese calculada en todos sus aspectos: geográficos, económicos, militares y religiosos. Sin embargo, la expedición se preparó con una celeridad inusitada y el día 13 de mayo de 1509 zarpó la armada desde Cartagena hacia Orán. El día 17 se produjo el asalto, acaso con complicidad de los moradores. El arzobispo regresó de prisa: tenía que asegurar el sustento militar y económico de la plaza, organizar su vida municipal y configurar su ordenamiento religioso dentro de la Iglesia de Toledo, que tendría allí una de sus colegiatas.

Era apenas un proyecto, porque la realidad oranesa discurría desde el mismo año 1509 por los cauces normales de la administración de la Corona. Era un fortín militar y económico dentro del pequeño reino de Tremecén que se hacía vasallo de Castilla.

En 1510-1511 Italia se hizo de nuevo hoguera. Julio II il Terribile se enfrentó con todos, y estuvo a punto de morir en la refriega. En el ápice de la pugna, el 20 de mayo de 1511, una docena de cardenales capitaneados por el español y amigo de Cisneros, Bernardino López de Carvajal, se rebelaron públicamente contra el Papa, le convocaron ilegalmente a rendir cuentas ante un concilio general y le colocaron al amparo del rey de Francia. Julio contestó con las mismas armas: convocó el V Concilio de Letrán para la primavera de 1512 y proclamó que sería el anhelado concilio de reforma.

En la biografía de Cisneros los años 1512-1515 fueron un trienio otoñal. Presentía su fin y el de su Rey y, por lo tanto, pensaba en remates y epílogos. Se expresaron estas prematuras despedidas en dos documentos trascendentes: el testamento del cardenal, suscrito en Alcalá el 4 de abril de 1512, y el testamento del rey Fernando, otorgado el 2 de mayo del mismo año. En ambos textos se expresaba una definición de la Monarquía y de sus aspiraciones. En el de Cisneros había un tema predilecto: Alcalá.

En enero de 1516 Castilla estaba fría y sola: sin Rey, sin gobierno, sin normas. Esta vez los nobles de Castilla estaban de acuerdo y se conjuraron a establecer esta regencia que sería gobernación, continuando sin alteraciones la administración del rey Fernando. Su piloto indiscuto debería ser Cisneros.

La gobernación de Cisneros tuvo dos vertientes muy claras: la pragmática de gobierno diario y la política de afirmación de una nueva Monarquía española. En la primera faceta el cardenal-gobernador se vio sometido a fortísimas presiones de la nobleza local.

Eran inquietudes que el toledano supo reconducir magistralmente a concordias entre las estirpes y colaboración estrecha con la gobernación: acogió con satisfacción las pretensiones de expansión económica que le presentaron los burgueses castellanos, sobre todo los artesanos textiles; supo moverse con destreza en el plano militar frente a una nueva invasión francesa en Navarra y a las sorpresas del corso turco y argelino; creó nuevos medios económicos para la manutención del Estado, ejecutando decisivamente la incorporación de las órdenes militares a la Corona y poniendo en marcha con diligencia los recursos que ofrecía a la Monarquía la recaudación de la Cruzada; contuvo la presión municipal que comenzaba a ser clamorosa a causa del vacío político que estaba causando la lejanía del Rey y el intrusismo flamenco en los recursos económicos de Castilla.

En el otoño de 1517 Cisneros tenía ante sí la realidad del relevo y del retiro. Era ya octogenario, privilegio que el cielo otorgaba entonces a muy pocos mortales. Todavía tenía vigor y esperanza: informó al nuevo Rey y le hizo ver lo que realmente era Castilla y la España soñada. Era un encandilamiento senescente que no contaba con la realidad de una nueva Corte eufórica y joven que no quería estorbos en su camino.

El nuevo rey don Carlos llegó a las costas cantábricas el 7 de septiembre de 1517. Se adentró lentamente siguiendo itinerarios aparentemente tortuosos, siempre afirmando que la meta era Valladolid, en donde se produciría el encuentro con el cardenal. Los días pasaban y la comitiva no llegaba a la ciudad del Pisuerga. El cardenal se inquietaba y se movilizó, a pesar de su extrema debilidad. Inició unas jornadas cansinas por tierras palentinas, camino de la villa de Roa. Apenas se sostenía en pie, porque sus facultades se iban apagando. Tenía una ilusión que le sostenía: el encuentro con el nuevo Rey, que estaba previsto con día y hora en el pueblo de Mojados (Valladolid, cerca de Olmedo).

Pero la vida se le quebraba plácidamente en la madrugada del 8 de noviembre de 1517. Llevaba una pena: no haber hablado de la Monarquía al Rey, y llevaba también un gozo: sus “obras” estaban terminadas. Un breve codicilo refrendó su última voluntad expresada con lucidez cinco años antes.

La creación de un nuevo tipo de Universidad: una academia muy completa en sus especialidades, inspirada en los mejores modelos humanistas cristianos, centrada en su colegio mayor de San Ildefonso, institución a la vez titular de los derechos económicos y rectora de la institución académica con capacidad para proseguir indefinidamente las fundaciones cisnerianas, buscando discretamente el patrocinio de la Corona a título de patronato, del Pontificado como legitimador jurídico y de las Iglesias de Castilla que debían dar preferencia en sus provisiones beneficiales a los graduados de Alcalá.

La configuración jurisdiccional y económica de la nueva institución tendría amplísima autonomía canónica y civil y dotación económica capaz de asegurar su continuidad, incluso acometiendo ingentes obras nuevas y reparaciones, pues los edificios escolásticos sufrirían inexorablemente deterioros y resultarían muy pronto inservibles.

El estatuto constitucional y profesional de maestros y oficiales combinaba admirablemente exigencias de eficacia práctica con estímulos para iniciativas, como era la posibilidad de recibir encomiendas particulares, como la colaboración en la versión de la Biblia Políglota, de mejorar las casas de residencia, de ascender a beneficiados de la colegiata o editar los escritos de los profesores complutenses en la imprenta universitaria.

Además, los profesores complutenses gozaron de entera libertad de opinión a la sombra del inquisidor general, que era su propio patrocinador, Cisneros, unas franquicias intelectuales que les fueron denegadas pocos años después, cuando nació la suspicacia hacia los erasmistas. La voluntad del fundador expresada en las Constituciones y estatutos tenía fuerza de testamento, incluso a la hora de reformarlas y reajustarlas, como aconteció con la conocida Reformación de Felipe II. Cuanto se hizo en Alcalá, se acuñó con el escudo del cardenal y quiso ser la expresión de su voluntad fundadora.

Bibliografía.:
A. Gómez de Castro, De rebus gestis a Francisco Ximeno Cisnerio, Archiepiscopo Toletano, libro octo, Alcalá de Henares, 1569 (versión castellana de J. Oroz Reta, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1984); P. de Quintanilla y Mendoza, Arquetipo de virtudes, espexo de prelados, Palermo, 1653; Cartas del Cardenal Son Fray Francisco Jiménez de Cisneros, dirigidas a Don Diego López de Ayala, Madrid, Ministerio de Fomento, 1867; Cartas del Cardenal Don Fray Francisco Jiménez de Cisneros durante la regencia de los años 1516 y 1517, Madrid, Ministerio de Fomento, 1875; A. de la Torre y del Cerro, “La Universidad de Alcalá. Datos para su historia”, en Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, n.º 21 (1909), págs. 48-71, 261-285 y 405-433; J. de Vallejo, Memorial de la vida de Fray Francisco Jiménez de Cisneros, Madrid, Centro de Estudios Históricos, 1913; Conde de Cedillo, El Cardenal Cisneros, gobernador del Reino, Madrid, Real Academia de la Historia, 1921-1928, 3 vols.; J. Urriza, La preclara Facultad de Artes y Filosofía de la Universidad de Alcalá de Henares, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1942; G. M. Colombas, Un reformador benedictino en tiempo de los Reyes Católicos, Montserrat, Scripta et Documenta, 1955; J. Meseguer Fernández, “Cartas inéditas del Cardenal Cisneros al Cabildo de la Catedral Primada”, en Anales Toledanos (AT), n.º 8 (1973), págs. 3-47; A. Prieto Cantero, “Documentos inéditos de la época del Cardenal Fray Francisco Jiménez de Cisneros (1516-1517), existentes en el Archivo General de Simancas”, en AT, n.º 7 (1973), págs. 1-130; J. García Oro, El Cardenal Cisneros. Vida y empresas, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1992, págs. 199-1993, 2 vols.; J. Pérez, Cisneros, el cardenal de España, Madrid, Taurus, 201José García Oro, OFM
Real Academia de la Historia.

Ruy González de Clavijo

De Cádiz a Samarcanda.

Ruy González de Clavijo.

lMadrid, m. s. XIV – 2.IV.1412. Diplomático, principal oficial de la Casa Real y camarero real de Enrique III de Castilla.

Poco se sabe de Clavijo antes de su embajada a la Corte del Gran Tamerlán en Samarkanda, enviado por Enrique III. Nació en Madrid y su apellido era ya muy antiguo en esta villa, aunque, al parecer, de origen toledano. Antes de ser camarero del jovencísimo Enrique III, ya lo fue de su padre Juan I, como lo fue también más tarde de su hijo Juan II.

El antecedente inmediato del viaje de Clavijo se sitúa en la derrota de Nicópolis (1396) por los europeos ante Bayaceto, sultán de los turcos otomanos. Ante esta catástrofe, el emperador de Constantinopla realizó un viaje por Occidente tratando de levantar armas, dinero y hombres como última defensa, ya que la ciudad estaba totalmente rodeada por el Turco. Por otra parte, en Occidente se empezaba a oír hablar del Gran Tamerlán, quien desde Asia Central venía consiguiendo varias victorias, desde Delhi hasta Damasco, y que por aquel entonces se había concentrado en hostigar a Bayaceto en Anatolia oriental.

Enrique III, quien ya se había destacado enviando embajadas al sultán de Babilonia en El Cairo y a otros reyes musulmanes del norte de África —Fez, Túnez, etc.—, envió a Payo Gómez de Sotomayor y a Hernán Sánchez de Palazuelos como embajadores ante Tamerlán, si bien lo más probable es que, por prudencia, fueran acreditados también ante Bayaceto.

Los embajadores coincidieron en Angora (actual Ankara) justo cuando Tamerlán libró batalla a Bayaceto en julio de 1402, la cual ganó. Al presentarse los embajadores, Tamerlán mandó con ellos, para su vuelta, a su consejero, Mohamad Alcagi (El-Kesh). Asimismo, les cedió tres esclavas, princesas grecohúngaras, apresadas en la batalla de Nicópolis seis años antes, y que habían formado parte del harén de Bayaceto desde entonces.

Los embajadores llegaron en marzo de 1403 a Segovia, donde Angelina de Grecia, una de las esclavas liberadas, nieta del rey de Hungría, se casó con Contreras, corregidor de la ciudad (antepasado directo del marqués de Lozoya, académico de la Real Academia de la Historia y gran estudioso del tema). Los otros embajadores, Sotomayor y Palazuelos, se casaron, asimismo, con las otras dos esclavas, Catalina y María.

Enrique III decidió entonces enviar a Clavijo como embajador a Tamerlán, y propuso a Mohamad Alcagi acompañarle. El 21 de mayo de 1403 procedieron a embarcarse en El Puerto de Santa María en compañía de una docena de hombres, entre los que se encontraban fray Alonso Páez de Santamaría, el guardia real Gómez de Salazar —que murió en el viaje— y Alonso Fernández de Mesa. El trayecto cubrió El Puerto de Santa María, Tánger, Málaga, Cartagena, Ibiza (Génova, a la vuelta), Messina, Rodas, Chíos, Gallípoli, Pera, Constantinopla, Kerpe, Sinópolis, Girisonda, Trebisonda —donde empezó el viaje por tierra el 11 de abril de 1404—, Arzinjan, Erzurum, Aunique, Khoy, Tabriz, Sultaniyah, Teherán, Damogan, Andkhuy, Valque, Termez, Kesh, y Samarkanda (adonde llegó el 8 de septiembre de 1404); y volvió el 21 de noviembre de ese año, por Bukhara.

La intención original de Clavijo era la de encontrarse con Tamerlán en Medio Oriente, quizás en Turquía o Siria, pero Tamerlán había decidido volverse a Samarkanda después de una campaña de siete años, para prepararse para la inminente invasión de China. Clavijo tuvo, pues, que perseguir a Tamerlán en su continua vuelta a casa y —afortunadamente para la historia— tuvo que seguirle hasta Samarkanda, convirtiéndose, sin duda, en el español que hasta entonces más lejos había llegado, y casi con toda probabilidad en el primer “Embajador” (con ese título, ya que otros habían sido mensajeros, monjes, o comerciantes) de Europa en Asia.

La crónica de Clavijo describe en gran detalle, no solamente el viaje en sí, los lugares y ciudades por los que pasó y su historia, sino que incluso resulta ser un documento de gran interés histórico sobre Tamerlán y su entorno. Son de destacar las descripciones detalladas de ciudades, en particular la Constantinopla todavía cristiana, las de las dieciocho fiestas con las que fue agasajado en Samarkanda, las vestimentas de las cortesanas y del propio Tamerlán, la boda del nieto de Tamerlán Ulug Beg, el bazar…

El relato es el único testimonio europeo del lujo de esa Corte, y base de la leyenda de Samarkanda. Describe en detalle las negociaciones con diversos mandatarios cuando pasó por sus territorios, en sí una lección de diplomacia. Las maravilladas descripciones de una jirafa —vista por primera vez— y de una batalla de elefantes —“marfiles”— son extraordinarias joyas de la narrativa medieval española.

Tamerlán (unión de Timur Beg o Bey —señor de hierro— y Leng —el cojo—, aunque Clavijo le llama respetuosamente Timurbec), quien después de Genghis Khan fue el mayor conquistador de la región, creando el segundo mayor imperio conocido hasta la fecha, fue un gobernante de gran habilidad diplomática y militar, que conquistó gran parte de Asia y el Medio Oriente y se convirtió, en el Oeste, en el azote de Bayaceto. Su temeridad, sabiduría y hasta crueldad eran legendarias; se cuenta que construía pirámides con las cabezas cortadas de aquellos habitantes de ciudades que no se rendían enseguida al aparecer él con sus huestes.

En la propia carta que Tamerlán envió a Enrique III describía con detalle cómo “obligó a sus enemigos vencidos a tragar sus espadas”. Además, sólo unos meses antes, Tamerlán había pasado a cuchillo a todos los caballeros de la Orden de Rodas que defendían Esmirna, después de haberse negado por segunda vez a rendirse. No deja de asombrar el coraje de Clavijo al adentrarse en los territorios de tan temible guerrero. De hábitos nómadas, hizo, sin embargo, que Samarkanda y otras ciudades deslumbrasen a sus visitantes por el esplendor y majestuosidad de sus edificios —palacios, madrazas o escuelas coránicas, mezquitas, mercados…—, construidos con artesanos y arquitectos traídos de los territorios que conquistaba.

La embajada de Clavijo sólo se puede comprender en un entorno evocador del conocido dicho “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”, ya que poco podía esperar Castilla de un personaje tan lejano con ese bagaje, sino el de ser un simple contrapeso a la fuerza del Turco, quien de todas formas, finalmente, conquistó Constantinopla en 1453, precisamente en plena debilidad del Imperio Timúrido, el de los sucesores de Tamerlán. Sin embargo, sí es probable que la intervención de Tamerlán, cortando por la retaguardia la ofensiva del Turco, no sólo retrasó la toma de Constantinopla en medio siglo, sino que probablemente impidió que Europa entera cayera en manos del Islam.

La embajada de Clavijo fue, diplomáticamente, una iniciativa sin mayores consecuencias y de resultado incierto. Tamerlán en un principio sí recibió con grandes honores a Clavijo, humillando incluso delante de él al embajador chino, a cuyo Emperador reprochaba que no le pagase el tributo debido. Tamerlán, ya probablemente muy enfermo, se consagró entonces a preparar la yihad —guerra santa— contra China, lo que le obligó a ignorar a los embajadores al término de su visita. Al final, preocupado con su inminente invasión de China en pleno invierno terrible, Tamerlán ni siquiera se despidió de Clavijo ni respondió a la carta de Enrique III que el embajador había traído consigo.

Al morir Tamerlán, ya en el viaje de vuelta del español, se produjeron varias revueltas y el embajador fue detenido en Tabriz durante seis meses por un nieto de Tamerlán, señor de Persia, hasta que por fin fue liberado para volver a España, no sin haber sido previamente despojado de los regalos con que había sido obsequiado para el Rey.

En el viaje de vuelta, que Clavijo narra más sucintamente, se detuvo incluso en Savona, donde fue a ver al Papa, “con quien debía tratar algunos asuntos”. Con su discreción habitual, Clavijo no menciona de qué asuntos se trataba, pero resulta asombroso que este plenipotenciario, casi tres años después de su partida, se permitiera negociar en nombre del Rey de asuntos de Estado, lo que demuestra el altísimo grado de credibilidad que tenía con el Monarca.

Clavijo llegó finalmente a Alcalá de Henares el 24 de marzo de 1406, y firmó su crónica “Laus Deo” (alabado sea Dios).

El 24 de diciembre de 1406, Enrique III otorgó testamento en Toledo y Clavijo fue uno de los testigos; le asistió y sirvió hasta su muerte al día siguiente (aunque Álvarez y Baena, indica que el Rey murió el día de Navidad, pero del año siguiente).

Clavijo murió el 2 de abril de 1412 y fue sepultado en un túmulo de alabastro suntuoso y ricamente labrado en la capilla mayor del convento de San Francisco de Madrid. Alrededor de la sepultura, podía leerse: “Aquí yace el honrado caballero Rui González de Clavijo, que Dios perdone, camarero del Rey Don Enrique, de buena memoria, e del rey D Juan su fixo, al qual el Dicho Señor Rey ovo enviado por su embaxador al Tamorlan, et finó dos de abril año del Señor de M. CCCC. XII Años”. Se derribó este sepulcro para poner en su lugar el de la reina doña Juana, mujer de Enrique IV. Esta capilla fue finalmente demolida en 1760.

Sus casas estaban donde luego se edificó la capilla del obispo en la parroquia de San Andrés, donde hoy se encuentra una placa conmemorativa en la parte inferior de la plaza de la Paja. Estas casas eran tan suntuosas que sirvieron de aposento al infante don Enrique de Aragón, primo del rey Juan II. Cerca del río Manzanares existe una calle pequeña con el nombre de Clavijo.

Resulta extraño el gran desconocimiento de este personaje en la sabiduría popular española. Su aventura, sin embargo, y su descripción se encuentran entre los grandes relatos del ámbito universal, equiparable, por ejemplo, a la aventura de Marco Polo, conocido en el mundo entero. No obstante, no dejó idioma, ni trajo consigo oro, brillantes, alhajas, seda, tafetanes, especias, que tan bien describió en su libro. No dejó nombres españoles —aunque emociona su descripción del lugar de veraneo de Tamerlán, “Carabaque”, hoy más conocido con su fonética anglosajona “Karabakh”—, y también se querría creer que en la reciente transcripción del alfabeto cirílico al latino de la lengua turkmena, la súbita aparición de la letra “eñe” ha sido una herencia tardía del paso de Clavijo. No dejó religión, ni costumbres, y tampoco llevó armas, ni mató, ni guerreó con nadie; todos ellos elementos que en una u otra forma se han ensalzado en toda gesta, y que quizás explican la falta de atractivo popular de la figura.

Ochoa Brun resalta la sorprendente modestia del personaje en su relato: “Es curioso que el autor no incurra en uno de los habituales vicios del intelectual, sobre todo del intelectual político que, llamado a describir hechos o circunstancias memorables de que fue testigo, cae por lo general en la tentación de puntualizar y destacar antes que nada su propia participación y su personal protagonismo.

No es éste el caso de Clavijo. Antes bien, su persona y las de sus compañeros quedan minimizadas y subsumidas en la riqueza de las descripciones: sus propios sufrimientos o penalidades no son subrayados; las víctimas dejadas entre las peripecias del camino son objeto apenas de una escueta referencia, patética en su laconismo. Ni un autoelogio hay, ni una mención a los evidentes méritos de los embajadores y sus acompañantes, ni una moraleja interesada en el enjuiciamiento de los hechos y cosas que vieron, ni un comentario final que resalte la colosal empresa acometida o la acogida que debió de hacerles el rey a su regreso, que Clavijo no detalla, como para no caer en un por cierto bien justificado triunfalismo”.

Finalmente, con el ocaso de la ruta de la seda y las especias, al descubrirse casi un siglo más tarde la ruta del mar por Vasco de Gama, Asia Central perdió el interés geoestratégico, del cual había gozado durante los siglos anteriores. Así, una iniciativa diplomática frustrada, sin mayores consecuencias, cayó en el olvido, al mismo tiempo que se empezó a ensalzar la aventura de nuestros conquistadores en América.

Máximo González Palacios Franco

Obras de ~: Relación de la Embajada de Enrique III al Gran Tamerlán, ms. en Biblioteca Nacional de España (Madrid), y British Library (Londres), s. xv [ed. de G. Argote de Molina, Sevilla, 1582; Madrid, Antonio Sancha, 1782; Narrative of the Embassy of Ruy González de Clavijo to the Court of Timur at Samarkand 1403-6, ed. de Sir Clemens Markham, Londres, Elibron Classics, 1859 (ed. facs. de la de Hakluyt Society); ed. de la Academia Imperial Rusa de Ciencias, Sección de Lengua Rusa, 1881, vol. XXVIII, págs. 1-455; Embajada a Tamerlán, ed. de F. López Estrada, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1943 (Nueva Colección de Libros Raros y Curiosos I) (reed., Madrid, Clásicos Castalia, 1999); La Route de Samarkand au Temps de Tamerlan, Relation du voyage de l’ambassade de Castille à la cour de Timour Begh par Ruy González de Clavijo 1403-1406, ed. de L. Kehren, París, Imprimerie Nationale Editions, 1990; Historia del gran Tamorlán: e itinerario y narración del viaje y relación de la embajada que Ruy González de Clavijo hizo […], ed. de R. Alba, Madrid, Miraguano Ediciones, 1999; Viaggio a Samarcanda 1403-1406.

Un ambasciatore spagnolo alla Corte di Tamerlano, Roma, Ed. Viella, 1999; Misión Diplomática de Castilla a Samarkanda, ed. bilingüe ruso-española de L. Cabrero Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica-Agencia Española de Cooperación Internacional, 2000].

Bibliografía.:
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Real Academia de la Historia.